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Miércoles 11/06/2025
 

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La historia de El Pasaje de Conil, el alma viva con memoria de enea que sedujo a Hemingway

El Pasaje abrió sus puertas en 1929, cuando apenas se intuía la huella que dejaría en la historia local...

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Manuel Sánchez, nieto del fundador

Manuel Sánchez, nieto del fundador

Manuel Sánchez, nieto del fundador

Historia del Pasaje de Conil.

Historia del Pasaje de Conil.

Historia del Pasaje de Conil.

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Historia del Pasaje de Conil.

Historia del Pasaje de Conil.

Historia del Pasaje de Conil.

  • Hoy, la cocina del restaurante es más creativa, más profesional, sin dejar de honrar sus raíces...
  • Y entre esos recuerdos está Ernest Miller Hemingway. Premio Nobel de Literatura, alma errante y cronista que estuvo en El Pasaje

Una choza frente al mar, un niño que jugaba a construir puentes con piedras, una grupo que sonaba los fines de semana, un premio Nobel que escribía cartas desde una esquina del salón… y una historia que, de tanto ser vivida, se convirtió en leyenda allí donde la tierra de Conil se encuentra con el Atlántico, allí donde se abre el restaurante El Pasaje, hoy símbolo de la memoria viva del pueblo. No en vano, El Pasaje abrió sus puertas por primera vez en 1929, cuando apenas se intuía la huella que dejaría en la historia local. Entonces no era más que una choza con techo de enea, ubicada entre lo que hoy es el Paseo Marítimo y la playa de Los Bateles, en una zona todavía extraurbana, salpicada de barcos pesqueros, meandros ya desaparecidos de un río que cambió su curso  y una lonja que ocupaba el lugar donde hoy se alza un colegio.

El Pasaje abrió sus puertas en 1929, cuando apenas se intuía la huella que dejaría en la historia local. Entonces no era más que una choza con techo de enea, ubicada entre el Paseo Marítimo y Los Bateles, en una zona todavía extraurbana, salpicada de barcos pesqueros y los últimos meandros ya desapa

«Era literalmente una choza», recuerda Manuel Sánchez, uno de los actuales responsables del establecimiento e hijo y nieto de sus anteriores gestores. Su abuelo, Diego Sánchez Moreno, la abrió con el propósito de dar servicio a los hombres y mujeres que ejercían su actividad en el entorno: pescadores, trabajadores de la mar y vecinos de paso. «También tenía calle arriba, a unos doscientos metros, un bar que se llamaba El Pasaje, y cuando abrió aquí le puso el mismo nombre. Los dos estuvieron abiertos al mismo tiempo». Entre 1929 y 1931 su abuelo llevó personalmente la gestión de ambos, aunque el local original fue alquilado a un amigo tras una breve marcha de la familia a Barbate en tiempos de la República. «Mi abuelo no era político, pero se marcharon en esa época… no conozco bien los motivos».

Manuel Sánchez, nieto del fundador

La historia se tiñe de dramatismo con la llegada de la Guerra Civil. En 1936, tras el bombardeo del crucero Churruca sobre Barbate, la familia regresa apresuradamente a Conil. «Mi padre, que era un niño, me contaba la odisea. Volvieron por la playa, él a hombros de un conocido de la familia». Tenía apenas ocho años. Con el retorno, Diego recupera la gestión directa de la choza, que continúa funcionando con sus techos de enea y su alma marinera hasta su enfermedad en 1961. Fallecería un año más tarde.

Le relevan en la gestión su hijo Diego, tío del actual responsable, y su otro hijo, Manuel, padre del mismo. El primero se hace cargo del día a día mientras que el segundo, taxista de profesión, se ocupa de la administración y economía del negocio. Vivían allí mismo, en las dependencias anexas al restaurante, en torno a un patio que durante décadas fue hogar y cobijo de varias generaciones de la familia.

«Yo trabajé aquí desde los 14 hasta los 28 años, cuando aprobé las oposiciones», rememora Manuel Sánchez, que ha dedicado su vida profesional a la docencia como profesor de Educación Física y director durante casi dos décadas del IES Atalaya de Conil. Hoy, ya jubilado, sigue vinculado al negocio desde la supervisión general, mientras que la gestión cotidiana está en manos de socios de confianza: Sandro y Jesús. «Gente de toda la vida», subraya.

Historia del Pasaje de Conil.

En 1968 se lleva a cabo la obra definitiva que da forma al edificio que hoy conocemos, aunque antes ya se habían acometido reformas de mampostería. «Yo era un niño y tengo recuerdos de esas obras», dice Manuel. Aquel año desaparecieron los últimos techos de enea, cerrando un ciclo que había comenzado casi cuarenta años antes, cuando el negocio era poco más que un refugio junto al mar.

El año 2004 marca un nuevo punto de inflexión en la historia del Pasaje. Fallecen ese mismo año tanto su padre como su tío. Desde entonces, la titularidad recae en su madre, Francisca Calderón, matriarca discreta de una saga que ha sabido mantener, entre modernizaciones y relevos generacionales, el carácter de un establecimiento que no solo ha sobrevivido al tiempo, sino que lo ha contado con orgullo.

 

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS

Manuel Sánchez recuerda con precisión los años en los que El Pasaje fue más que un negocio familiar: fue parte de su propia educación vital. «Trabajé desde niño hasta 1992, cuando aprobé las oposiciones», explica. Aquellos años coincidieron con sus estudios, que alternaba con jornadas completas durante los fines de semana, las vacaciones y los veranos. «La vida era un poco más dura que ahora, pero aún más dura fue la época de mi abuelo. Antes no había horarios. Se echaban horas y horas».

En su memoria se entrelazan anécdotas familiares con imágenes que evocan otra época. «En los años 50 y 60, la Guardia Civil muchas veces dormía aquí tras realizar las rondas nocturnas. Un día, mi madre llegó tarde, creo que de un entierro, y al ver unas sombras moverse se llevó un susto enorme… 'No se asuste señora, somos la Guardia Civil', le dijeron. No necesitaban ni llaves, porque la puerta se quedaba abierta… eran otros tiempos».

Historia del Pasaje de Conil.

Sentado en la terraza del restaurante, rememora otra escena casi increíble: «En 1962 había un barco varado justo donde ahora estamos. Tras una marea grande, salió flotando y se empotró contra la pared, y la tiró. Imagínate lo que era esto». Frente al mismo mar, con el mismo viento y la misma luz, el restaurante ha sido testigo de la evolución —y en cierto modo revolución— gastronómica de Conil, uno de los pueblos más reconocidos hoy por la calidad de su cocina.

Cuando era niño, El Pasaje ofrecía las tapas frías de toda la vida: ensaladilla, huevas aliñadas, pulpo… y de caliente, filetitos a la plancha, cazón en adobo, fritura variada. La carta apenas varió hasta los años 90, cuando la transformación turística del pueblo trajo consigo una nueva manera de entender la cocina. «Antes venía gente de Sevilla, de Madrid, y algunos guiris aventureros… bares turísticos como tal, aparte de las tascas de barrio, prácticamente el único en los años 60 era El Pasaje… luego llegó El Rompeolas y otros establecimientos». La demanda aún era limitada, pero ya se empezaban a atisbar los cambios que convertirían a Conil en uno de los destinos más codiciados del litoral andaluz.

El consumo también tenía otros códigos. «Mi tío me contaba que antes apenas se vendía cerveza. Lo que se consumía era vino, sobre todo blanco. Con una caja de cerveza, me decía, tiraba toda la Feria de Conil. Recuerdo llenar el barril con una garrafa que se volcaba por la parte superior… y eso había que hacerlo casi a diario».

Durante los veranos de los años 60, El Pasaje empezaba a funcionar como restaurante. La clientela seguía siendo mayoritariamente local, pero en temporada estival se habilitaba un comedor bajo un techo de enea instalado en un patio interior, con una pequeña cocina adicional. Se servían platos más elaborados como sopa de picadillo. «Ya entonces se notaba la diferencia entre verano e invierno, aunque no tenía nada que ver con lo que conocemos hoy».

De todos los platos que pasaron por la cocina del Pasaje, uno queda en la memoria de quienes lo vivieron: las parpujitas, pequeñas sardinas que llegaban vivas al local. Un producto hoy prohibido, pero que durante años fue símbolo del sabor auténtico de la costa. Luego llegarían las sardinas de 'media playa', que nunca llegaron a igualar aquel sabor tan genuino.

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La primera gran evolución llegó en 1964, con el llamado boom turístico en España. Y fue a partir de ahí cuando comenzó a gestarse la transformación profunda del pueblo. Para entonces, el padre de Manuel —de espíritu curioso y emprendedor— ya había ideado una forma distinta de atraer a la clientela: la música en directo. Junto a su primo Diego, comenzaron con un tocadiscos y un altavoz, pero pronto dieron el paso de formar un grupo musical. «Mi primo Juan tocaba la guitarra y cantaba, así que mi padre compró los instrumentos y crearon un grupo estilo Beatles. Se llamaban Los Tráflez. Jóvenes con batería, bajo, guitarras… y todos los fines de semana tocaban en directo».

Se construyó incluso una pista de baile de cemento sobre el suelo de albero. «Según me cuenta mi primo Diego, era el primer sitio de la provincia de Cádiz donde se hacía música en directo. Año 1965». Hoy, con cierta emoción, Manuel muestra una publicidad antigua de uno de aquellos conciertos. «Toda la juventud de Conil tenía al Pasaje como referencia para los fines de semana. Era algo increíble».

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La década siguiente consolidaría la presencia del turismo, ya de forma estable, y la historia del Pasaje continuó su curso siendo a la vez testigo y protagonista de la evolución de un pueblo que aprendió a mirar al mar también desde la mesa.

 

EN EL LUGAR EXACTO

La ubicación de El Pasaje ha sido siempre un privilegio natural. Asomado al Atlántico más azul, junto a la principal playa de Conil, ha sido testigo en primera línea de la transformación del pueblo, como si su terraza hubiese sido un palco desde donde contemplar, sin perder detalle, la llegada paulatina del turismo y los cambios que trajo consigo. Su localización, tan cercana al mar, lo convirtió en paso obligado durante décadas, especialmente cuando no todo el mundo disponía de vehículo y se llegaba a la playa caminando.

En aquella época, el río Salado tenía un trazado distinto: cruzaba el pueblo y desembocaba cerca de la Fontanilla, en la zona del Chorrillo. Pero un temporal en los años 60 modificó radicalmente el paisaje. Una nueva desembocadura se abrió cerca de Castilnovo y la anterior quedó inutilizada. Aun así, durante años se mantuvo una lengua de agua que permitió la navegación, hasta que fue desapareciendo poco a poco, hasta secarse casi por completo en los años 80. Manuel recuerda que incluso existían puentes para cruzarla.

«En septiembre no venía nadie a la playa, solo algunos pescadores», señala. Las estampas de entonces, con calles casi vacías y el murmullo del oleaje como única banda sonora, contrastan con el bullicio actual. Pero fue esa misma evolución la que, con la llegada de los visitantes, impulsó también el crecimiento del restaurante. Lo que durante décadas fue un negocio de temporada, centrado en los meses de julio y agosto, comenzó a abrir durante todo el año.

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El gran punto de inflexión llegó en los años 80, cuando la demanda turística se amplió más allá del verano. Conil empezaba a figurar en las guías, a atraer nuevos públicos, y con ellos llegaban también nuevos retos. «Cada vez había más competencia, con la apertura de muy buenos restaurantes, y El Pasaje se fue adaptando para no quedarse atrás», rememora Manuel.

Ese espíritu de adaptación culminó con la gran reforma llevada a cabo en 2010, una renovación profunda tanto del interior como de la terraza. «La hicimos nosotros con ayuda de un amigo decorador», añade. Desde entonces, El Pasaje ha consolidado su identidad actual: una propuesta que conjuga tradición con técnica, respeto al producto con mirada contemporánea.

 

ADAPTÁNDOSE A LOS TIEMPOS

Hoy, la cocina del restaurante es más creativa, más profesional, sin dejar de honrar sus raíces. «La intención es ofrecer una cocina tradicional pero con toques innovadores. Hay que adaptarse: la gente quiere calidad en sus platos, pero también innovación. De hecho, la innovación es algo que demanda el cliente, pero también los cocineros, que quieren poner su sello. Son profesionales que han estudiado, que están muy formados y quieren crear su propio estilo».

Y en efecto, basta con sentarse a la mesa para comprobarlo. El atún rojo de almadraba, durante su temporada, alcanza cotas memorables en sus manos. Los pescados al horno, trabajados con aceite de oliva, conservan toda la esencia del mar. El arroz negro, con su sabor profundo y su textura perfecta, parece nacido para invocar los recuerdos de las mejores sobremesas. No es solo cuestión de técnica; es también una materia prima excepcional, la que ofrecen el mar y la tierra de esta costa bendita.

Así, desde aquella choza de techo de enea levantada en 1929 por Diego Sánchez, hasta el restaurante de referencia que es hoy, El Pasaje ha trazado una historia de continuidad, orgullo, memoria y evolución. Como Manuel, que sin haber hecho del restaurante su profesión principal, ha sido —y es— uno de sus guardianes más fieles.

Hoy, El Pasaje permanece abierto prácticamente todo el año. Solo cierra unas semanas, de mediados de noviembre a mediados de diciembre, un breve paréntesis antes de retomar la actividad con la constancia de siempre. «Cerramos un poco antes que otros establecimientos porque luego nos mantenemos abiertos durante todo el año», explica Manuel, con ese orgullo discreto que le caracteriza.

Y es que uno de los grandes cambios de los últimos años ha sido precisamente ese: la ampliación de la temporada. Ya no es julio y agosto el único momento de bullicio. Junio es ya un mes fuerte, cuando antaño era de los más flojos porque coincidía con la Feria del Colorado. Septiembre también se ha transformado: lo que antes era sinónimo de vacío y silencio tras la Feria de Conil, hoy es sinónimo de terrazas llenas, atardeceres animados y mesas ocupadas. Y también abril, con la Semana Santa, y mayo, con su clima benévolo, se han convertido en meses de gran movimiento.

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El secreto, en parte, reside en la fidelidad de la clientela local. El Pasaje no depende exclusivamente del visitante. Es mucho más que un restaurante: es punto de encuentro, lugar de paso, referencia cotidiana. En Conil, no se dice “nos vemos en el Paseo Marítimo”; se dice, sin más, “nos vemos en El Pasaje...  te recojo en El Pasaje”.

 

DE NIÑO, TESTIGO DE LA EVOLUCIÓN

Su infancia transcurrió entre calles sin asfaltar y casas sin agua corriente. Recuerda las caminatas con tinajas hasta la fuente más cercana, a doscientos metros, para llenar garrafas de agua. Recuerda también los partidos de fútbol en la avenida de la playa, cuando apenas circulaban coches y la calle era el patio de todos. «Nunca tuve llaves del Pasaje hasta que fui adulto, con veinte años. Las puertas se quedaban abiertas», dice, evocando otro tiempo, otra confianza. Y, entre risas, rememora aquella noche adolescente en la que, al volver de madrugada, sorprendió a un ladrón huyendo por la ventana tras haberla roto… cuando la puerta estaba abierta.

Recuerda también jugar junto al río, cuando este comenzaba a secarse, y construir puentes de piedras. Crecer allí, en aquel entorno, era un privilegio. «Era un paraíso», sentencia. Los amigos del barrio, los días de verano interminables, el rumor del mar como compañía constante.

Su madre trabajó muchos años en la cocina del restaurante. «Una cocina más sencilla, de sota, caballo y rey, pero con buena mano», dice con ternura. Se casó en 1961 y, en 1965, se mudó al edificio con su marido, su suegro y su cuñado, cada uno con su habitación. Hoy vive justo al lado, como si el tiempo trazara un círculo que no termina de cerrarse.

Manuel habla con orgullo de esa continuidad en el tiempo. De ese esfuerzo sostenido, generación tras generación, que ha permitido que El Pasaje siga siendo lo que es: un emblema de Conil. «Orgulloso de dónde venimos y de dónde estamos ahora», afirma, sin grandilocuencia. A veces, entra solo al restaurante cuando está cerrado. Se sienta, respira, y deja que la memoria haga su trabajo. «Revivo muchas vivencias, muchos recuerdos, y me doy cuenta de lo que se ha hecho… y me siento orgulloso».

Hoy, sus hijos siguen caminos propios, con sus estudios y profesiones. Él fue la primera generación con estudios en su familia. Pero ahí sigue El Pasaje. Firme. Presente. Referente.

Y mientras el restaurante ha ido transformándose, también lo ha hecho Conil. El turismo es hoy el principal motor económico del pueblo. «Lo bueno es el desarrollo, el impulso económico, el espíritu emprendedor y creativo del conileño, que se refleja en la oferta gastronómica. Lo malo, como en tantos sitios, es cierta pérdida de valores: el respeto, la educación. Antes se dejaban las puertas abiertas», reflexiona Manuel. Una despersonalización inevitable, quizás, y acentuada por unas redes sociales que —dice— “han entrado a saco” en la juventud.

 

EL PASAJE DE HEMINGWAY

Dentro del restaurante, como si las paredes fueran testigos que susurran historias, cuelgan fotografías que conforman el alma de El Pasaje. Imágenes en blanco y negro que retratan al abuelo fundador, al padre, al tío; fotos de familia, de trabajadores que pasaron toda una vida entre fogones y mesas, convertidos ya en parte del linaje afectivo de la casa. También hay instantáneas de aquella choza primigenia, valiente, que se atrevió a nacer donde ahora se alzan paseos, terrazas y urbanismo. Frente a un Conil que aún no era postal, sino horizonte por escribir.

Y entre esos recuerdos enmarcados, uno resalta con brillo propio: Ernest Miller Hemingway. Premio Nobel de Literatura, alma errante y cronista del mundo, estuvo en El Pasaje. Ocurrió en 1959, cuando el escritor norteamericano recaló en Conil durante varios días, acompañado del torero Antonio Ordóñez, por entonces afincado en Medina Sidonia. El torero buscaba tierras, Hemingway buscaba paisajes. Y en El Pasaje, encontró ambos.

Se sentaba en una esquina del comedor. Observaba. Escuchaba. Quizás tomaba notas. De aquel episodio quedó el relato oral transmitido por el tío de Manuel, que recordaba con claridad su visita y aseguraba que había incluso un artículo publicado. Durante años, Manuel indagó, hasta que una llamada inesperada confirmó la historia: un hombre había conservado ese artículo, publicado en el Diario de Cádiz por un veraneante de Badajoz que, por azar o destino, coincidió con Hemingway en aquel rincón conileño. Era una especie de Carta al Director, pero en ella se hablaba del novelista, del Pasaje y de Conil. De ese encuentro improbable que, con el tiempo, devendría en leyenda.

A partir de ahí, el Ayuntamiento organizó unas jornadas para conmemorar la estancia del escritor. Incluso se planteó instalar una estatua en su honor. Mientras tanto, en el salón del restaurante hay una esquina consagrada a su memoria: fotografías, frases suyas, la carta que Hemingway escribió a su hijo desde Conil, y el artículo que lo inmortalizó entre estos muros.

Hemingway estuvo bajo el sombreado de cañizo de El Pasaje, una mañana cualquiera frente a la larga playa baja de Conil. Llevaba su gorra a cuadros, la barba blanca, y observaba en silencio cómo las barquillas se deslizaban sobre la arena arrastradas por redes repletas de peces. Su presencia, al mismo tiempo discreta y magnética, quedó grabada para siempre en la memoria de quien se atrevió a pedirle un autógrafo y se encontró con la amable sonrisa de un genio.

Porque los genios tienen ese don: saben distinguir lo excepcional de lo banal. Saben reconocer lo que perdurará. Ya sea una obra maestra de la literatura, ya sea una choza nacida al borde del mar.

Manuel Sánchez, nieto del fundador

 

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