Me pregunto cómo acabé echando raíces en Ronda, pero no doy con la respuesta y solo sé que un simple trámite a la espera de plaza en Sevilla se fue estirando en el tiempo y en la seguridad que da saberse en uno de los lugares más hermosos y singulares del mundo. Como no nací aquí y, por tanto, ni tengo filias ni fobias de tribu, clan o apellido, puedo expresarme en los términos que siguen, pues creo que nadie podrá acusarme de aldeanismo chovinista, ya sabes, esa tendencia tan arraigada en Hispania que nos hace sentirnos mejores que los demás y sobre todo por encima de nuestros vecinos.
Llegué hace ya casi treinta años –se dice pronto–, como el que no quiere la cosa. Tanto mi mujer como yo nos habíamos planteado una estancia breve que las circunstancias fueron alargando. Formamos una familia, levantamos casa, recorrimos los campos en todas las estaciones, disfrutamos del contraste de sus monumentos… Y poco a poco, casi sin enterarnos, fueron pasando los años hasta el punto de que los que hemos vivido en Ronda superan con creces los vividos fuera.
Me siento parte de estos paisajes y me duele esta ciudad hospitalaria y ciertamente hermosa, salto cada vez que algún tuercebotas la desprecia o ningunea, y sobre todo me duele ver cómo la dejadez, la codicia y la envidia de una mayoría de gobernantes impidió –y sigue impidiendo– que una ciudad que lo tiene todo para cimentar la felicidad de sus gentes: y digo todo: sufra las consecuencias de un caos económico inexplicable y no encuentre el modo de asentar un futuro mínimamente sostenible.
Ronda dispone de un término municipal de casi 500 km2: montes, bosques, campiñas, tierras de labor, encinares por donde corren ríos y arroyos y manantiales de caudal todavía cristalino… Además de una tierra extensa y rica, Ronda cuenta con lo que, al decir de algunos geólogos, es el segundo acuífero de la península Ibérica. Tres parques naturales: Alcornocales, Grazalema y el de la Sierra de las Nieves, que ya mismo será Parque Nacional, con lo que ello supone.
Por si fuera poco, la ciudad se encuentra a un tiro de piedra de la Costa, que es la principal industria andaluza, constituyendo ella misma uno de los referentes del turismo mundial –no exagero–, gracias a la singularidad de su emplazamiento y a unas panorámicas tan poéticas como el nacer del mundo. Por no hablar de su pasado legendario: Acinipo y Arunda, Tartessos y taifas belicosas, bandoleros tirando de faca al compás de aquella Carmen mitad Mérimée, mitad Bizet, y pelín afrancesada.
Todo, ya digo. Y sin embargo, el misterio está en cómo teniéndolo todo estamos tan aislados, tan lejos de todas partes. Cómo es posible que con tantos y variados mimbres seamos incapaces de rentabilizar unos recursos que podrían acabar con una tasa de desempleo que siempre sobrepasa la media. ¿Por qué esa negativa de las administraciones para dotarnos de las redes viarias que necesitamos? Treinta años aquí y no acabo de comprender las razones que frenan el despegue económico de una ciudad que por tener hasta tiene una foto del Tajo en la Casa Blanca. O eso dicen. Y no me vengan con la murga de la mano negra, porque esa me la sé y sigo sin creerla.
Del mismo modo que no hay evidencia que avale la existencia de gamusinos, tampoco hay prueba alguna de esa supuesta mano negra a la que nuestros políticos siempre culpan de la mediocridad de su gestión. No busquen enemigos extraños. Céntrense en el aquí y ahora. El presente es el que es y solo se podrá cambiar cuando haya inteligencia y voluntad de consenso.
Urge que los partidos que corren a las elecciones locales, al margen de resultados, se obliguen y juren en sus programas y ante notario la intención de aunar esfuerzos para reclamar lo que todos sabemos que se debe a nuestros hijos, sin banderías o partidismos. Por una vez, solo por una vez: dejen de soñar con un pasado y una Carmen que ya se fue, y pónganse en Fuenteovejuna.