Nací en 1980, crecí entre los 80 y 90 y sobreviví. Sobreviví a los chistes de gangosos y
mariquitas de Arévalo, que me hacían gracia hasta que entendí que hacían sentir mal a colectivos por entonces marginados. Sobreviví a mensajes nefastos que, por lo normalizados que estaban en esa época, pasaban desapercibidos: el
sketch de Martes y Trece donde se decía «mi marido me pega, pero poco», el constante acoso de Pepe LePew a la gatita en los dibujos de la Warner Bros, la caricaturización de las personas negras tanto en dibujos animados como en películas donde se usaba el
blackface y un largo etcétera. «Y no pasaba nada», dirán algunos.
Pasa que tuve una educación en la que siempre estaba mi madre o mis abuelos para explicarme lo que pasaba en la pantalla y hasta lo que había detrás. Una vez quise volar como Superman y, tras el consiguiente batacazo contra el suelo, me explicaron que lo que había visto en la película era un montaje (
trucos de cámara, que se solía decir). Cuando había alguna escena que pudieran considerar inapropiada, me explicaban que eso no se hacía. Incluso, en los noventa, cuando el
pressing catch hacía furor, estaban ahí para explicarme que los luchadores de la tele eran profesionales y que eso no debía hacerse en casa. Precisamente por eso, no pasa nada.
Actualmente, vivimos en una sociedad donde muchos padres tienen hijos para los que luego no tienen tiempo. Les dan una pantalla desde pequeños, desde un televisor en su cuarto hasta tablets y móviles para que se estén quietecitos y callados a la hora de comer o en cualquier sitio al que se les lleve. Resulta curioso no entender que los niños tienen que correr, jugar y
molestar porque son niños. Aparte, es irresponsable darles acceso a tantos contenidos que no son para nada difíciles de encontrar, sin activar ningún control parental y sin estar ahí para explicarles esos contenidos y orientarles al respecto.
Es por eso que entre los jóvenes y los niños calan con tanta fuerza los mensajes más peligrosos. Con una retórica que convierte una barbaridad en un mensaje
tope guapo, se está forjando el retroceso intelectual y social al que vengo haciendo referencia en diferentes columnas de este medio. El repunte de la homofobia, transfobia y demás fobias que afectan al colectivo LGTBI, el retorno del machismo más violento, un racismo que haría que a un enano austríaco que se las daba de alemán puro el siglo pasado le engordaran los carrillos de orgullo... todo esto y mucho más vienen de esa dejación de funciones de padres, madres y tutores legales a la hora de educar. E, incluso, de la que padecieron en su día esos mismos padres, madres y tutores.
Se están normalizando conductas nocivas con mensajes simples y aceptación de cosas más graves. Un beso forzado no parece grave a muchos porque aún está normalizado tocar el culo en la discoteca. Se critica la censura de la mencionada caricatura de Pepe LePew aunque muestre un acoso en toda regla. Se clama por la
cultura de la cancelación (aunque se produzca desde espacios de máxima audiencia) porque hacer chistes de
mariquitas es menos grave que apalearlos... y así nos luce el pelo. Diciendo que «siempre fue así y nunca pasó nada». Antes había quien nos orientara desde casa hasta el colegio y llegábamos con valores a la edad adulta: por eso, no pasaba nada. Ahora sí.