Tiempo le ha faltado al cardenal (¡cuánto duele un cardenal!) Rouco Varela –y Cia.– para manifestar su descontento por la publicidad de los llamados autobuses ateos. Cargados de razón absoluta y una fe sin límites, condenan a los que osan cuestionar sus ideas como siempre lo han hecho: lanzando soflamas con un gesto entre sereno y paternalista, pero con el verbo agresivo, iracundo.
Los ateos tenemos derecho a manifestar nuestra creencia antropocéntrica y decir que no hay deidad que tutele la vida; que la ciencia explica los códigos que regulan nuestra cotidianeidad; que nos aferramos a los elementos racionales de una filosofía estrictamente humana y seglar; que predicamos una moral laica y una espiritualidad ajena a la palabra de un inventado ser superior. Porque la vida, como dice cierto locutor deportivo de la televisión, puede ser maravillosa, no dejemos que aquellos que menos saben de sus placeres nos hurten el derecho de ser felices a nuestro modo, porque no implica daños a terceros (¿puede decir lo mismo el clero?), con sentimientos e ideas de verdadera fraternidad –que sólo es posible entre iguales– y no con prédicas incendiarias desde los púlpitos.
Hay una cuestión más simple: la publicitaria. El asunto radica en alquilar un espacio del transporte público, destinado, precisamente, para transmitir un mensaje con todas las de la ley. Si un banco, que gana miles de millones en tiempos de crisis económica como la que todos (los pobres) estamos padeciendo se publicita en un autobús, es lícito, no pasa nada, nadie se rasga las vestiduras; si la propaganda del vehículo se opone a lo que sostengan las dignidades eclesiásticas, entonces este carruaje motorizado, que conecta todos los puntos de la ciudad y en el que cada vez concurren más personas, es blanco de críticas, no vaya a ser, claro, que el bus ateo transite por los caminos de la libertad y la alegría y quede lejos y olvidado para siempre aquel triste garaje del alma humana que es la Iglesia.