Paraíso de cemento

Publicado: 18/05/2025
Autor

John Sullivan

John Sullivan es escritor, nacido en San Fernando. Debuta en 2021 con su primer libro, ‘Nombres de Mujer’

El cementerio de los ingleses

El autor mira a la realidad de frente para comprenderla y proponer un debate moderado

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El ser humano es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir
No pocas veces hemos imaginado un paraíso más allá del inexorable final que a todos nos espera. Tanto es así que resulta irónico que el Génesis bíblico nombrase dos ríos del Edén que situaban ese jardín paradisíaco en la Tierra, concretamente en Irak y alrededores (Tigris y Eúfrates). Cuando el punto de partida de las religiones semíticas puede hacer que ubiquemos el regalo de Dios en este mundo y no más allá, quizá nos dé una pista de algo que deberíamos saber: el paraíso, si lo cuidásemos lo suficiente, lo tendríamos aquí en la Tierra. Sin embargo, fíjense dónde se supone que estaba y cuántas cosas pasan en ese lugar, que más bien lo asemejan al infierno.

Así ocurre también con la tierra donde se supone que nació y vivió el Mesías. Palestina es hoy escenario de la máxima expresión de la atrocidad, el odio y la barbarie. Quién diría que el más célebre hijo de aquel lugar predicaba el amor fraternal entre todos los seres humanos hace algo más de dos mil años cuando se está produciendo un genocidio en la cuna del cristianismo. Y, cuando un demente como Trump es capaz de plantear siquiera la idea de expulsar o exterminar a la población para convertir Gaza en un resort turístico, choca que tanta mezquindad pueda rondar ese lugar que debería ser santo para tantos millones de personas. Dios parece estar de vacaciones o esperando a coger un sitio en ese Marina D'Or yankee.

El ser humano es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir (sí, esta frase es de Mago de Oz). También es el único ser vivo capaz de destruir el entorno en el que vive en lugar de propiciar que su ecosistema se mantenga en óptimas condiciones para la vida. Su actuación, según el consenso científico, está alterando el clima y modificando el entorno. Y resulta extraño que, además, lo haga por la ambición de un dinero que no van a tener planeta para gastarse. Ayer paseaba yo por un río en Neda (A Coruña) y, pese al calor, estaba de lo más a gusto caminando por la sombra y con el frescor de las aguas salpicando a su paso. Fue inevitable pensar en cómo cada vez es más difícil disfrutar de esa sensación ante la voracidad humana, deseando cortar árboles para construir, contaminando con diversas actividades y no acabando de encontrar alternativas sostenibles.

La ciencia puede tener las respuestas que necesitamos, pero hay que invertir en investigación, desarrollo e innovación (I+D+I) para tener opciones de encontrarlas. Resulta extraño cómo se pueden organizar viajes al espacio para ricos (contaminando más, de paso) en lugar de invertir en buscar soluciones que equilibren la actividad económica con la sostenibilidad del planeta. Alguien dijo una vez que cuando se corte el último árbol, se envenene el último río y muera el último pez, tal vez los humanos nos demos cuenta de que el dinero no se come. Sólo que entonces ya será tarde.

Y así estamos, echando a la gente de sus ciudades en pro del turismo, matando mares y ríos con vertidos diversos, ignorando las señales que la Tierra nos manda para advertirnos de que el camino no es este; el mundo es una enorme inmobiliaria con una fábrica gigantesca... Al final, como decía Jesús Bienvenido este año, los privilegiados comprarán una tierra sin alma. Además, en un mundo que respira sus últimas bocanadas antes de expirar. Teníamos el Edén en la tierra y lo convertimos en un triste paraíso de cemento. Alea jacta est.

 

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