Una tarde de 1979 Ángel Fernández Santos dejó caer casi con violencia un libro sobre la mesa en torno a la cual se iba a celebrar un Consejo de Redacción de la revista teatral ‘Pipirijaina’, y exclamó: “Literatura norteamericana, lo mejor es la literatura norteamericana”. El autor de ese libro era Sam Shepard. Ángel Fernández Santos ejercía entonces de crítico teatral de ‘Diario 16’ y luego fue durante lustros crítico cinematográfico de ‘El País’. Amó siempre el western, al que dedicó un ensayo memorable. Eran tiempos en los cuales los títulos de Truman Capote, Tom Wolf o Bukwoski llenaban las estanterías de las librerías. Sam Shepard ganó el Pulitzer en 1979. Un año después se estrenó ‘True West’.
Esta impresionante, desoladora y, al mismo tiempo, obra llena de humor, que se representa en los teatros del Matadero de Madrid, deja una primera sensación decididamente vinculada a la nostalgia: ya no se hace teatro así. ‘True West’ es una obra de una complejidad absoluta pero que desde el talento se resuelve desde una simplicidad dificilísima: palabra y actor. Y exige lo máximo en ambos casos. Porque es la vida con todas sus aristas, las plegarias atendidas y no atendidas, la soledad y la melancolía, lo que transita por las arterias violentamente literarias de esta pieza. Sam Shepard (1943-2017), sí, lleva la vida al texto. Y eso exige interpretaciones de primer orden. En este montaje cuajan una actuación sublime Tristán Ulloa y Kike Guaza. Tristán Ulloa redondea un personaje áspero, desnortado, lleno de espinas, y entrañable (resulta inexplicable que el cine español no aproveche más a este sensacional intérprete). Kike Guaza está impecable en los momentos en que su papel es el de un escritor triunfador y centrado, y también cuando todo se desordena en su vida, y entonces recuerda –aunque sólo en algunos gestos- su trabajo en ‘Juguetes rotos’, una de sus últimas apariciones sobre las tablas.
Los hermanos Austin y Lee se reencuentran después de varios años en la casa de su madre. Allí pasarán largas noches de peleas y recuerdos mientras tratan de escribir un guión en el que se juegan el futuro. Los dos sienten la vida no a sangre fría, sino en bocanadas de aire caliente, como el de las noches acanalladas de bochorno que están padeciendo. Lee destrozará desesperadamente sobre el escenario con un palo de golf una máquina de escribir Olivetti. Como en la que escribía Francisco Umbral. Parecida quizás a la que también usaba Sam Shepard. La Olivetti, rota. Lo dijo hace años Tristán Ulloa: “Vivimos en un mundo crepuscular, en un crepúsculo continuo”.