No viene a cuento el porqué ni el dónde. 10.30 horas. Solecito. Unos 20 grados. El patio de una residencia de mayores. Amplio. Salpicado de árboles que dan cobijo a cotorras, mirlos, palomas y gorriones. Mesas y sillas sin clientes. Es temprano aún. Los que empiezan, a salir a tomar el sol, lo hacen precavidos. Bien pertrechados. En ocasiones, con mantas. Comienzan a aparecer acompañados de bastones, andadores y sillas de ruedas. Cada uno a su ritmo, que suele ser lento pero seguro.
Un hombre, en la puerta, da los buenos días. Muy correcto. Educado. Supera las ocho décadas. Una cordobesa, elegante, se unta crema de protección solar en las piernas. Lo hace sin disimulo y en abundancia. Teresa pasa rápida con su andador. Pasitos cortos. Pregunta la hora. Siempre lo hace y busca su silla. Es como los demás asientos. De resina. En la esquina. Junto a los ventanales de la planta baja. Toma asiento y pocos minutos después afronta una nueva aventura en forma de caminata.
Comienzan a llegar los familiares. No lo pueden hacer antes de las 10.30 horas. El patio, al contrario que el de Pablo López, se va llenando. Al fondo, donde pocos llegan, se distinguen dos sillas. Juntas. Pegadas. Un hombre y una mujer se besan sin interrupción. No paran. Él, con la cabeza despejada; se esmera en las carantoñas. Primero en las manos. Luego en la cara. Los labios van y vuelven hasta la exageración. No hablan. Murmuran. Ella, pelo canoso y algún tipo de discapacidad. Parece mayor que él. Bastante. Se conocieron en la residencia. Él tuvo una estancia temporal para recuperarse de un percance. Ya está recuperado y viviendo en su casa, pero acude raudo y veloz a su cita con su enamorada. Mañana y tarde, juntos. Pide permiso, incluso, para comer en la residencia pese a ser externo. Se lo permiten. Comen juntos pero después que el resto de residentes. Es domingo y toca arroz con pollo. También se acarician las manos sobre el mantel.
Su historia de amor es un escándalo. Yo creo que ha sido con lengua, qué andará buscando porque él es más joven que ella, qué hartura, no paran, qué vergüenza. Son algunas de las exclamaciones que pueden escucharse en el patio, algunas sin disimulo. Es un cariño incomprendido. El de dos personas mayores, que en el ocaso de la vida, han encontrado su propia historia de amor o, al menos, la escenifican.