La última vez que estuve en un cine fue para ver Gladiator 2. Y me gustó. La esperaba con ganas por muchos motivos, aunque quizá el principal era la intervención de uno de mis actores favoritos, el gran Denzel Washington, que lo bordó, como casi siempre.
Actualmente tenemos la oportunidad de ver la película que nos dé la gana en cualquiera de las múltiples plataformas existentes. Y todo el mundo tiene alguna película que no se cansa de ver una y otra vez.
Yo tengo dos. Una de ellas es Cadena Perpetua. Me sigue emocionando ese reencuentro final entre Tim Robbins y Morgan Freeman en Zihuatanejo. Un gran final, sin lugar a duda.
Luego están las escenas memorables, de las que te aprendes hasta el diálogo. A mí me parece sublime la del verso de Cyrano de Bergerac:
“Mientras yo estaba abajo, escondido entre la escoria, otro subía a recoger el beso de la gloria”.
Si una película tiene un gran comienzo, el éxito está asegurado. Para muestra, la primera escena de la obra maestra por excelencia: El Padrino.
Seguro que todo el mundo recuerda una película que ha visto infinidad de veces y se sigue riendo con ella. Sin duda, La Vaquilla me produce ese efecto. Ojalá que la guerra hubiese sido así, a risas y no a tiros.
¿Quién no tiene algún amor platónico con el que haya soñado protagonizar esa escena que vive en un lugar privilegiado de nuestra mente?
Si Madeleine Stowe me dijese: “Te he salvado la vida y eso significa que me perteneces”, creo que mi reacción sería, como dijo una vez un amigo en una situación similar, hartarme de llorar.
Mi otra favorita es El Bosque Animado. Una historia maravillosa la vivida en un encantado rincón gallego que encierra risas, amor y leyendas. Increíble ese ladrón Fendetestas con el que intentan negociar para que el atraco no sea tan grave.
“¿Pero qué bandido sería si hago rebajas?”
Bendita magia la del cine que nos hace soñar con ser José Sacristán o Clint Eastwood, por citar a dos de los más grandes.
A mí me encantaba ir al cine los lunes, ya sin tanto bullicio. Recuerdo la época donde las sesiones eran dobles. Cuatro o cinco horas de disfrute absoluto. Una de las mejores maneras de comenzar la semana.
La otra tarde, paseaba sin rumbo fijo, imaginando un lugar idílico donde perderme durante algún tiempo, o toda la vida, con Madeleine. Menos mal que soñar es gratis y las utopías están permitidas.
De repente, salí del ensoñamiento y varias bofetadas sin manos, con nombre propio, me devolvieron a la realidad. Atlántico, Avenida, Terraza, Puerto y hasta Malia, aunque a este no llegué a conocerlo.
En ese momento, me harté de llorar, pero de verdad.