Imagina que despiertas dentro de un corredor infinito de luz. Los bordes del mundo chispean con electricidad. La gravedad parece obedecer a un ritmo diferente. Frente a ti, una figura encapuchada te observa. No habla con palabras, sino con datos. No late un corazón, sino un flujo constante de código binario. Acabas de cruzar el umbral. Ya no eres un usuario. Eres parte del Sistema. Eres una anomalía. Eres Catalyst.
Así empieza TRON: Catalyst, no como un juego, sino como una reinvención completa del mito audiovisual de TRON. No hay presentación formal, no hay cortesía. El juego te lanza directamente al núcleo de su mundo digital, a la Red Arq, un universo que palpita, que evoluciona y que —por primera vez— te reconoce como algo más que un visitante: eres un catalizador del cambio. Y en esa premisa se apoya todo lo que lo hace grande: una narrativa ambiciosa, una jugabilidad que se adapta a tu estilo, y una dirección artística que no imita el cine, lo amplifica.
Donde las películas mostraban un mundo de reglas rígidas, Catalyst propone lo contrario: desobediencia, ruptura de patrones, decisiones que descomponen el código. Encarnas a Exo, un mensajero convertido en paria tras un envío corrupto. Pero más que un protagonista, eres un espejo: el jugador como virus, como error, como libertad no prevista. Cada paso que das es observado por los vigilantes del sistema, cada salto, cada desvío del camino preestablecido, desata nuevas tensiones. La historia no avanza de forma lineal, sino con ramificaciones profundas, donde tus alianzas y acciones van construyendo una red paralela tan densa como la propia Grid.
Y en medio de esa complejidad narrativa emerge lo más valioso de TRON: Catalyst: su lenguaje jugable. Las mecánicas no se limitan a disparos o saltos de fe; son extensiones del mundo, reflejos de su lógica. El disco de combate no es solo un arma, es una herramienta de precisión que te permite dominar el ritmo, lanzar combos, cortar líneas enemigas y desestabilizar la arquitectura de los escenarios. El sistema de glitch, en cambio, redefine completamente lo que entiendes por exploración. Puedes ralentizar el tiempo, absorber datos, atravesar paredes corruptas o incluso reescribir segmentos enteros del entorno. Es una experiencia profundamente satisfactoria, no solo por lo que haces, sino por cómo se siente hacerlo.
Cada sección de la Red Arq responde a un diseño distinto. Hay zonas industriales donde el metal late al compás del código, corredores de velocidad donde los Light Cycles rugen como bestias sintéticas, y niveles verticales donde los saltos encadenados y las plataformas temporales exigen una precisión quirúrgica. En estos segmentos es donde el juego roza la excelencia, mezclando momentos de puro vértigo con fases más pausadas, donde los diálogos y la exploración narrativa te invitan a cuestionar el equilibrio entre orden y caos.
La identidad audiovisual de Catalyst es, sin duda, uno de sus mayores logros. El juego no se limita a reproducir el estilo icónico de la franquicia TRON, lo reinterpreta de forma sofisticada: la luz no solo decora, transmite estados emocionales. El color azul anuncia control, el rojo alerta, el blanco desconcierto, el dorado poder. Esta semiótica visual se mezcla con una banda sonora compuesta por sintetizadores modulados que rinden homenaje al legado sonoro del cine, pero con un dinamismo más envolvente. Cada batalla tiene su crescendo, cada fuga su pulso, cada decisión su eco armónico.
A nivel técnico, el rendimiento en PS5 es impecable. No hay tiempos de carga perceptibles, los efectos glitch se integran sin fisuras y la fluidez del movimiento es constante, incluso en momentos de caos absoluto. La vibración háptica del DualSense acompaña cada golpe, cada impacto, cada salto de red, haciendo que el cuerpo del jugador se fusione con la experiencia. Y aunque en apariencia todo parezca pulido y elegante, hay una crudeza en el trasfondo: el juego no oculta su mensaje distópico sobre el control absoluto, la vigilancia constante y la deshumanización digital.
Es en este contexto donde uno imagina lo que podría ser el modo multijugador, aún ausente en el lanzamiento, pero que el diseño mismo parece clamar. El combate con discos, los duelos de velocidad en motos de luz, las zonas verticales con habilidades glitch, todo está preparado para un modo competitivo o cooperativo que transforme la experiencia en un ritual social. No solo sería posible, sería natural. Las mecánicas ya están ahí, esperando ser compartidas, sincronizadas, enfrentadas. El potencial para una comunidad activa, con rankings, duelos, exploración en red compartida o desafíos contrarreloj es inmenso. Y si en futuras actualizaciones llega algo así, podría elevar a Catalyst a un nuevo nivel de culto.
En su estado actual, sin embargo, lo que entrega ya es digno de admiración: una campaña robusta, con múltiples finales, decisiones significativas, desafíos opcionales escondidos, y secretos que recompensan la curiosidad. La rejugabilidad se basa no en repetir misiones, sino en replantearlas desde un nuevo ángulo, como si cada elección abriera una línea paralela de significado.
TRON: Catalyst no se conforma con ser una adaptación. Es una declaración de amor y desafío a una de las mitologías digitales más queridas de la ciencia ficción. Donde el cine ofrecía preguntas, el juego ofrece respuestas —y también nuevas preguntas. ¿Qué significa ser libre en un entorno diseñado para limitarte? ¿Dónde termina el código y comienza la conciencia? ¿Quién define las reglas del juego cuando el jugador puede reescribirlas?
Todo esto no lo piensas mientras juegas, lo sientes. En cada salto, en cada línea quebrada de luz, en cada mirada fugitiva de los otros programas que —como tú— quieren algo más. Porque al final, TRON: Catalyst no va sobre vencer al sistema, sino sobre imaginar uno distinto. Uno donde la chispa de la humanidad, aun atrapada entre circuitos, siga brillando. Y eso, en tiempos de algoritmos y pantallas omnipresentes, es más revolucionario de lo que parece.