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Lunes 02/12/2024
 

La tribuna de Viva Sevilla

A Madrid y a ver al Nuncio

Juan Mavizón, ingeniero y escritor, cuenta cómo se gestó la construcción del pabelllón del Vaticano en la Expo´92.

 Cuando España estaba dirigida por Monarcas absolutos que  delegaban las funciones de gobierno en sus nobles, corría esta frase: “A Madrid y a ver al Nuncio”. Con ella se aconsejaba a los que venían a la capital a solicitar un favor del Rey que era mejor que se pasaran antes por el Nuncio, porque en aquella época la Iglesia mandaba mucho y el Nuncio era como un Ministro sin Cartera.

El Estado del Vaticano decidió construir su Pabellón en la Expo’92  y yo recibí la orden de “ir a Madrid a ver al Nuncio” y ponerme a sus órdenes para construirlo. Y me presenté al Nuncio, que era un hombre de pequeña figura, enjuto y muy serio, pero  que emanaba cordialidad.

Y lo primero que me dijo es que no tenía ni un duro para hacer el Pabellón, pero que ya tenía pensado un plan para buscar ayuda y lo único que me pedía era que tuviera paciencia. Pero me dijo también que necesitaba un Arquitecto y que si yo sabía de alguno.

Como no me esperaba la pregunta le dije mi verdad y le recomendé a Miguel de Oriol, con el que yo había tenido un leve contacto profesional cuando éramos jóvenes pero habíamos retomado el contacto porque él era el Arquitecto del Pabellón de la Cruzcampo y nosotros habíamos sido encargados de la compleja gestión de este Pabellón que, sin ninguna duda, fue el que más éxito tuvo. Se llenaba a media mañana y permanecía así hasta la madrugada.

Su nombre fue enviado al Vaticano y volvió aprobado. Miguel se puso muy contento y sorprendido. Entonces empecé a compartir mis visitas entre el Nuncio y Miguel. Al Nuncio, para pedirle dinero; a Miguel, para seguir el estado del proyecto.

Con el Nuncio fue fácil hacerme amigo. Los dos habíamos trabajado por Suramérica y seguíamos enamorados de aquellas tierras. Las entrevistas eran cortas. Yo le decía el dinero que iba a necesitar y él me contaba las dificultades que tenía para obtenerlo. Y en esas entrevistas aprendí la humildad que hay que tener para pedir dinero a otros, aunque fueran ricos y el dinero no fuera de ellos, sino de sus grandes empresas, porque a nadie le gusta pedir. Y no siempre le trataron bien.

Un día, el Nuncio me invitó a pasar al comedor de diario y compartir su almuerzo, y allí comí la mejor pasta italiana que había comido nunca. La cocinera, una monja italiana que el Nuncio había traído de su tierra, me vino a ver a la mesa para preguntarme si me había gustado. Y también me dijo que era lo único que comía Monseñor, y que comía muy poco. La tenía preocupada. Y me hicieron sentir como si estuviera en mi casa.

Luego me iba a ver a Miguel, que tenía su estudio a dos pasos de la Plaza de la Ópera de Madrid. Un día me lo encontré eufórico porque le habían invitado a una visita privada a la Pinacoteca del Vaticano para elegir, con sus responsables, los cuadros que irían al Pabellón.”Juan, algunos matarían para tener esta oportunidad”, me dijo bromista-. Y luego continuó: “Y todavía no me explico por qué se le ha levantado a la Iglesia este amor por mí, porque como tú sabes, Juan, yo estoy divorciado".

Yo le contesté cándidamente: “quizás sea porque necesitaban un buen arquitecto y no un santo”. Y nunca le dije que yo había dado el chivatazo, porque hubiera desmerecido su nombramiento. Cuando todo terminó, el Nuncio fue nombrado Nuncio en París, el puesto más alto de la diplomacia vaticana, y desde allí me envió cartas muy personales felicitándome las Navidades.

Pero murió muy pronto y entonces me di cuenta de que yo era el único testigo que quedaba de cómo se habían obtenido los fondos para hacer el Pabellón y casi podía dar la lista de memoria de las empresas y de las personas que habían contribuido. Y me dije que debería decir públicamente que el Vaticano hizo este Pabellón sin detraer ni un céntimo de la Arcas de la Iglesia, que están para otras cosas, y  luego lo donó sin pedir nada a cambio. Y que eso fue posible por la honestidad, humildad y tenacidad silenciosa de Monseñor Tagliaferri. Con estas palabras quiero pensar que he saldado mi deuda.

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