Resulta harto complicado estar de acuerdo con el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, pero esta semana, en el acto de entrega de las Medallas de Oro al Mérito de las Bellas Artes, celebrado en Cádiz, reivindicó la labor de esos hombres y mujeres que “nos permiten disfrutar del lado luminoso de la vida” con trabajos, esto lo añadió el popular cantante Víctor Manuel en nombre de los 32 distinguidos, “que nadie ha pedido”.
El discurso de Urtasun es de lectura obligatoria porque también proclamó que no hay democracia sin cultura y, efectivamente, la cultura es con toda seguridad la única herramienta con la que contamos para alcanzar la libertad absoluta, con todo lo que ello lleva aparejado el concepto en cuanto a dignidad como seres humanos y el necesario espíritu crítico como ciudadanos.
Sometidas a un bombardeo continuo de la publicidad (que también es cultura, no obstante, aunque al servicio del vil capital), dedico la mayor parte del tiempo que paso con mis hijas a intentar prenderles cierta curiosidad por las diferentes disciplinas artísticas, especialmente por las musicales y literarias. No resulta fácil. Con siete y ocho años, casi nueve la segunda, la capacidad de atención y concentración es frágil a menos que lo que consuman sea ligerito o adecuado para su edad.
Pero no renuncio a mi empeño porque en casa, mis padres hicieron denodados esfuerzos por ofrecerme la mejor de la educación, pero con las limitaciones impuestas por sus orígenes económicos y sociales, de modo que sí escuché mucho flamenco, una de las músicas cultas, pero Mozart me sonaba de crío a medio centro de la selección alemana. Tampoco había muchos libros y, en los ochenta, acceder a los clásicos cinematográficos no era sencillo.
C y D ya tienen entre sus favoritos el inolvidable Mago de Oz de 1939 obra de Victor Fleming y King Vidor, conocen infinidad de estilos musicales (y el viernes, a propuesta de B, aguantaron como auténticas heroínas un homenaje a la música folclórica judía con repertorio de Milhaud, Horowitz, Vivier, Schoenfield y Bartók -aunque C, entre pieza y pieza de la primera parte del programa me susurró al odio “voy a cerrar los ojos, pero no me duermo”... pero se durmió un ratito-). Y antes de dormir, lo hacemos con poemas para niños escritos por Lorca y Alberti o con las descacharrantes aventuras y desventuras de Antoñita la Fantástica, gracias también a la generosidad de B.
Les insisto en que en toda esa ingente obra de hombres y mujeres tocados la genialidad hallarán consuelo, comprenderán el misterio de la vida, aprenderán a amar, a respetar a los otros, cuestionar prejuicios a interpretar la vida.
Ojalá se crucen en la escuela, el instituto y la universidad con profesores que contribuyan a estimular su sensibilidad y sus ganas de permanecer en el lado luminoso de la vida, o con amigos y parejas (otra vez B) con referentes extraordinarios.
Por fortuna, yo permanezco ahí gracias a personas de carne y hueso como C y D (los niños son fuente inagotable de esa magia) o B, pero también con quienes nos regalan su ingenio: hace unos días, me agarré a Son de Mar, de Manuel Vicent, como un náufrago a una tabla en mitad del mar, bajo el temporal, para seguir creyendo que hay amores que trascienden la vida y la muerte.