A mí no me ha gustado el verano durante la mayor parte de mi vida por el calor sofocante. El calor, dice Juan José Millás, “tiene un punto envilecedor; aunque no tengas nada de qué arrepentirte, que ya es raro, sientes que no has hecho nada bien”. Como el amor.
Pero, hete aquí que ya talludito quedé prendado de unos ojos que me recordaron las noches de verano que no viví y prendieron de manera inmediata una hoguera en la que no dudé en quemar mi pasado inane junto a una lista de deseos deseados por aquella mirada de sombra, con sal, romero, agua y un padrenuestro.
Incrédulo de siempre, en esta ocasión comprobé que hay conjuros que surten efecto. Este.
Correteamos de madrugada por las empinadas cuestas de El Bosque riendo por nada, y divisamos una estrella fugaz tan pronto nos tumbamos sobre una manta, bajo una noche inusualmente clara por una luna rotundamente redonda, grande y blanca, sin demasiadas esperanzas de que aconteciera el milagro.
Y nos bañamos en un lago que resultó que estaba infestado de sanguijuelas pequeñísimas, pero sanguijuelas a fin de cuentas, que nos cubrieron los pies hasta los tobillos y nos inocularon el miedo a unas fiebres raras que acabarían con nuestra existencia trágicamente. Hasta montamos la crónica de vuelta a casa sobre el infeliz suceso protagonizado por dos incautos e idiotas bañistas de paso por aquel paraje.
Gozamos de mal teatro con unas excelentes críticas, pero daba igual una cosa y la otra porque estábamos de acuerdo. Y disfrutamos conciertos a los que llegábamos afónicos porque no dejamos de cantar en el coche, de camino, a pleno pulmón.
Desde aquel conjuro, Agatha Christie resuelve un crimen en agosto. La playa, aun atestada de gente, es el paraíso, y el agua helada (siempre me parece que está demasiado fría) del mar, es el símbolo de una libertad a la que nos comprometemos defender con besos salados.
Mi lista de deseos era menos ambiciosa. Suerte.
La felicidad, desde entonces, se derrite como un delicioso helado. Y nunca, claro, uno se sacia de helado con esta canícula.
El verano es ya una promesa.
Este comienza, de verdad, a mediados de julio. En apenas unos días del mes alegre, una voz y una guitarra servirán para hacer la revolución, y escribir el futuro derecho con solo 29 renglones torcidos en la arena de La Caleta.
Y viajaremos a Caldeya con banda sonora propia, desde la rumba de Ramonet a ‘le tourbillon’ jazzístico de George Delerue, solo para escuchar a La Gloria prometer que vivirá hasta que regrese Pinero, mientras Jenny sirve otra ronda sin perder de vista a Vincent, ajena a Régnier, que aprovecha cualquier momento para disertar sobre literatura con rabia (aunque lo que querría, torpe, es declararse a la joven). El pequeño Daniel, aparecido de repente, nos devolverá a la realidad y nos invitará a descubrir los recodos secretos del pinar donde consumar la pasión con la puesta de sol.
Turín interrumpirá abruptamente la placidez. No importa. Aún quedará un poquito de verano que apurar a la vuelta. Solo una semana. Suficiente. Bastan cinco minutos, un cigarrillo compartido, los versos de Machado, para exprimir toda una estación, toda una vida.