Como el caballo del Espartero
Tanto las diputaciones como las autonomías -todas y de todos los signos políticos- se han convertido en el refugio de políticos caducados.
Hay algo que es incuestionable y que viene al caso en lo que quiero decir, de la misma forma que es lo más adecuado a miles y miles de ejemplos aplicables a los conceptos y los usos públicos. Las cosas no son buenas o malas por sí solas, sino por el uso que se les da y es éste, en última instancia, el que obliga a una reparación de sus principios o en el caso de que el concepto haya sido excesivamente viciado, a su extinción.
Con las diputaciones ocurre eso, pero no menos que con las autonomías, por poner sobre la mesa fórmulas de administración lejanas en el tiempo y ambas en entredicho por motivos que nada tienen que ver con sus funciones, sino con sus resultados.
El modelo acuñado en las Cortes de Cádiz y desarrollado a lo largo del siglo XIX (corríjanme los historiadores si lo consideran oportuno) sigue siendo tan vigente como hace dos siglos, desde el momento en que los objetivos para los que fueron creadas siguen existiendo y las consecuencias de su eliminación aparecerían a renglón seguido reivindicando los objetivos que las crearon.
A nadie se le escapa que un pueblo de menos de veinte mil habitantes, o cinco pueblos de la misma población cercanos en la misma comarca, tiene muy pocas posibilidades de hacer que las administraciones superiores se muevan para satisfacer sus demandas. No tienen peso político, no tienen por sí solos presencia electoral y como consecuencia, sus reivindicaciones no pasarían de la mesa del despacho de la secretaria del delegado provincial de la Administración superior. Es la Diputación -que para eso se crearon- la encargada de suplir esa carencia. Y esa es una misión que las diputaciones están llevando a cabo por mucho que visto desde ciudades de más de 50.000 o cien mil habitantes se señalen antes los defectos que las virtudes.
Esa explicación, simple e incluso simplona si se quiere, es lo que le da razón de ser a estas instituciones, por eso me ilusionó la idea propuesta por el actual inquilino de la Presidencia y alcalde de San Fernando, José Loaiza, cuando en sus primeras -y quizá ilusionadas- explicaciones habló de que la Institución provincial debe centrarse en los problemas de las poblaciones con menos de 20.000 habitantes y dejar aparte otras historias en las que se ha metido últimamente.
El problema de las diputaciones, independientemente de que por su propia naturaleza se convierten en un instrumento político de primer orden permitiendo fomentar el clientelismo en los pueblos y su asegurada ración de votos, es más político que administrativo, más de forma que de fondo.
Tanto las diputaciones como las autonomías -todas y de todos los signos políticos- se han convertido en el refugio de políticos caducados del mismo partido que el que las gobierna; de militantes afectos a los órganos de dirección que actúan como comisarios políticos o simplemente se les paga para que no lo sean ni se muevan; puestos de trabajo privilegiados para todas las castas de estos y de los otros, todos con el mismo carné en la boca... Y para eso se han creado órganos, organismos, sociedades y todo tipo de instrumentos que permitieran tanto la colocación de enchufados como la llegada de subvenciones para pagar a la administración paralela, prietas las filas, que sale irremediablemente de los fondos que deberían de ir a los pueblos con menos de 20.000 habitantes, esos que hacen una huelga general y no se entera nadie.
Ese es el único mal de las diputaciones y ese posiblemente sea el único mal de las autonomías. No es cuestión de cambiarlas porque su función está perfectamente delimitada y tiene plena vigencia hoy en día, independientemente de los retoques a los que obliga el paso del tiempo. Es cuestión de adelgazarlas y para eso hace falta el político que los tenga como el caballo del Espartero para meter la tijera en los miles de millones de euros que cuesta la parafernalia que han montado los anteriores dueños del cortijo. Y tendremos más paro (temporalmente), por supuesto, pero el déficit público y la deuda famosa que nos están aplastando habrán adelgazado en la misma medida del perímetro de los testículos de quien le ponga el cascabel al gato.
Todo lo demás que se haga será seguir tocándole los cojones a la mayoría, que somos nosotros, para descojone de la minoría, que son los otros que no somos nosotros. Y si aún falta dinero, no hace falta rebajar el número de municipios a lo Berlusconi. Simplemente rebajen el número de concejales en los ayuntamientos que aquí en el mandato corporativo pasado tuvimos durante tres años a dieciséis y durante un año a ocho y pudimos comprobar que la misma mierda hacían ocho que dieciséis.
Y ya he hablado de la Diputación.
Con las diputaciones ocurre eso, pero no menos que con las autonomías, por poner sobre la mesa fórmulas de administración lejanas en el tiempo y ambas en entredicho por motivos que nada tienen que ver con sus funciones, sino con sus resultados.
El modelo acuñado en las Cortes de Cádiz y desarrollado a lo largo del siglo XIX (corríjanme los historiadores si lo consideran oportuno) sigue siendo tan vigente como hace dos siglos, desde el momento en que los objetivos para los que fueron creadas siguen existiendo y las consecuencias de su eliminación aparecerían a renglón seguido reivindicando los objetivos que las crearon.
A nadie se le escapa que un pueblo de menos de veinte mil habitantes, o cinco pueblos de la misma población cercanos en la misma comarca, tiene muy pocas posibilidades de hacer que las administraciones superiores se muevan para satisfacer sus demandas. No tienen peso político, no tienen por sí solos presencia electoral y como consecuencia, sus reivindicaciones no pasarían de la mesa del despacho de la secretaria del delegado provincial de la Administración superior. Es la Diputación -que para eso se crearon- la encargada de suplir esa carencia. Y esa es una misión que las diputaciones están llevando a cabo por mucho que visto desde ciudades de más de 50.000 o cien mil habitantes se señalen antes los defectos que las virtudes.
Esa explicación, simple e incluso simplona si se quiere, es lo que le da razón de ser a estas instituciones, por eso me ilusionó la idea propuesta por el actual inquilino de la Presidencia y alcalde de San Fernando, José Loaiza, cuando en sus primeras -y quizá ilusionadas- explicaciones habló de que la Institución provincial debe centrarse en los problemas de las poblaciones con menos de 20.000 habitantes y dejar aparte otras historias en las que se ha metido últimamente.
El problema de las diputaciones, independientemente de que por su propia naturaleza se convierten en un instrumento político de primer orden permitiendo fomentar el clientelismo en los pueblos y su asegurada ración de votos, es más político que administrativo, más de forma que de fondo.
Tanto las diputaciones como las autonomías -todas y de todos los signos políticos- se han convertido en el refugio de políticos caducados del mismo partido que el que las gobierna; de militantes afectos a los órganos de dirección que actúan como comisarios políticos o simplemente se les paga para que no lo sean ni se muevan; puestos de trabajo privilegiados para todas las castas de estos y de los otros, todos con el mismo carné en la boca... Y para eso se han creado órganos, organismos, sociedades y todo tipo de instrumentos que permitieran tanto la colocación de enchufados como la llegada de subvenciones para pagar a la administración paralela, prietas las filas, que sale irremediablemente de los fondos que deberían de ir a los pueblos con menos de 20.000 habitantes, esos que hacen una huelga general y no se entera nadie.
Ese es el único mal de las diputaciones y ese posiblemente sea el único mal de las autonomías. No es cuestión de cambiarlas porque su función está perfectamente delimitada y tiene plena vigencia hoy en día, independientemente de los retoques a los que obliga el paso del tiempo. Es cuestión de adelgazarlas y para eso hace falta el político que los tenga como el caballo del Espartero para meter la tijera en los miles de millones de euros que cuesta la parafernalia que han montado los anteriores dueños del cortijo. Y tendremos más paro (temporalmente), por supuesto, pero el déficit público y la deuda famosa que nos están aplastando habrán adelgazado en la misma medida del perímetro de los testículos de quien le ponga el cascabel al gato.
Todo lo demás que se haga será seguir tocándole los cojones a la mayoría, que somos nosotros, para descojone de la minoría, que son los otros que no somos nosotros. Y si aún falta dinero, no hace falta rebajar el número de municipios a lo Berlusconi. Simplemente rebajen el número de concejales en los ayuntamientos que aquí en el mandato corporativo pasado tuvimos durante tres años a dieciséis y durante un año a ocho y pudimos comprobar que la misma mierda hacían ocho que dieciséis.
Y ya he hablado de la Diputación.
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