Durante muchos años, yo había oído decir que la terrible enfermedad de transmisión sexual conocida como "Sífilis", era una contribución española al panorama mundial de tragedias y desolación. Nos habían dicho que el "Treponema Pallidum", la bacteria causante de la enfermedad, vivía parásito en la vagina de las llamas andinas -esos simpáticos camélidos de las altiplanicies sudamericanas que se defienden escupiendo-, a las que los aguerridos españoles recurrieron, faltos de mujer que satisficiera sus necesidades carnales.
La bestialidad, es decir, el sexo con animales, es una práctica tan antigua como el propio Mundo y sobre la que la imaginación humana creó todo un arquetipo sexual, por lo que no era de extrañar que en períodos de sequía, los aventureros españoles hubiesen recurrido a esta practica, contrayendo y transmitiendo la pavorosa enfermedad.
También entonces resultaba curioso pensar que ningún indio andino hubiese caído en la tentación de convertir a una llama en su desahogo sexual, pero presentados los indígenas como un pueblo a salvo de perversiones, nada extrañaba, en una sociedad tan casta como era la española, imaginar a los nativos como a seres en estado puro.
Era tanto así, que la enfermedad se conocía como "Gálico" ó "Mal Hispano" y había sido tan temible o más que la peste bubónica, que asoló Europa en la Edad Media. Resulta muy curioso señalar de qué manera en cada país asignaron a sus enemigos tradicionales la transmisión de la enfermedad y lo que para los españoles era el "Mal Portugués", para los franceses era el "Mal Napolitano", mientras que para los italianos era el "Mal Francés" ó "Mal Español". Es decir, siempre por culpa de otros. En el argot médico se conoce también a esta enfermedad como "Lues" (epidemia en Latín).
Así fueron sucediéndose las nomenclaturas hasta que un poeta y médico veronés, Girolamo Fracastoro, compuso una poesía en latín, llamada "Siphilys sive morbus gállicus" (Sífilis o el morbo francés), y desde entonces la enfermedad se conoció y reconoció con ese nombre.
Pero ahora parece que las cosas no fueron así, al menos, no tan simples como nos las han relatado. Hay estudiosos de la medicina histórica que afirman que el emperador Tiberio, hombre pervertido donde los pueda haber, tenía la enfermedad, la cual no le pudo ser contagiada por los españoles del descubrimiento. Excavaciones en Pompeya y Herculano, dejaron al descubierto cadáveres en los que se ha creído ver síntomas de la temible enfermedad. Y más recientemente, en un descubrimiento arqueológico en Escocia, en el cementerio de una abadía agustiniana de la localidad de Kingston, se encontraron doscientos cuarenta y cinco esqueletos, anteriores al año 1500 en que dejó de usarse aquel cementerio y entre los cuales aparecieron algunos con señales más que obvias de haber padecido la lues. Un fechado con carbono catorce fijó la data del fallecimiento de estos supuestos sifilíticos, alrededor del año 1300.
Queda por tanto como aclarado que no fuimos los españoles quienes trajimos la enfermedad, la cual ya era conocida aunque es más que posible que sí fuésemos nosotros los que la llevásemos hasta el Nuevo Mundo.
Una vez contraída la enfermedad, era imposible el remedio y no había curación posible, por mucho que químicos, chamanes, barberos, curanderos y otras especies de embaucadores, recomendasen remedios tan disparatados como el de conseguir la curación yaciendo con doncella virgen.
A la terrible enfermedad no fue ajeno ningún estamento de la sociedad, desde la realeza hasta el clero y tanto más se propagaba, cuanta mayor era la promiscuidad en que la sociedad viviera, razón por la que los estratos más deprimidos, como los labradores o siervos de la gleba, estaban preservados de esta enfermedad y sometidos a otras peores, como el hambre la tuberculosis, las "pestes", o las pulgas y los piojos.
Hasta que Alexander Fleming descubriera la droga llamada Penicilina, -el mayor descubrimiento de la historia de la medicina-, al observar que el hongo conocido como Peniclilium notatun segregaba una toxina que inhibía el crecimiento de determinadas bacterias, esos seres microscópicos habían impuesto su ley y doblegado a la raza humana, diezmándola con toda clase de enfermedades. Pero el descubrimiento, allá por el año 1928, trajo una luz de esperanza para el afligido y enclenque Mundo que sucumbía ante una gripe.
¡Qué hubieran dado los cirujanos de la Edad Moderna por poseer un remedio contra la sífilis!
¡Qué hubiesen dado ciertos personajes de la historia por tener a mano una jeringa con penicilina!
No es intención hacer una relación de personalidades seglares que padecieron la enfermedad, pues este artículo se quiere centrar en la más alta Magistratura Católica: el Papado, pero a los Papas, de los que más adelante hablaremos, les acompañaron celebridades como Mozart y Beethoven, de entre una larga lista de músicos célebres. Colón, Almagro, y Cortés, de entre los descubridores. Enrique VIII y Felipe II, de entre los reyes europeos; y para terminar, el propio Al Capone, al que si no asesinan en la cárcel, le hubiera matado la enfermedad.
Pero ¿cómo es posible que una enfermedad de transmisión sexual hiciera estragos entre el clero y no respetase ni a los Papas? La verdad es que no tiene buena explicación y solamente transplantándonos a las costumbres de la época, podremos encontrar justificaciones.
Por poner algún ejemplo, se puede citar la Querella de las Investiduras, en la que reyes y Papas se enfrentan en la designación de dignidades apostólicas y que durante siglos denigra a unos y otros y que, por fin, concluye con el Concordato de Worms, en 1122 que posteriormente fue ratificado en el Concilio de Letrán. Cualquiera podía ser Cardenal, siempre que lo pagara y cualquiera podía llegar a Papa. La "Simonía" era una práctica extendida y consistía en la compra de lo que es espiritual, mediante el pago material. La transacción incluía los cargos eclesiásticos, las reliquias, la jurisdicción o la potestad de excomunión.
De esta manera llegó al papado Alejandro VI, conocido hasta entonces por su verdadero nombre, Rodrigo Borgia, casado y padre de varios hijos entre los que destaca, por la singularidad de su vida, la famosa Lucrecia Borgia, hermana del no menos famoso César Borgia, que entre otros títulos ostentó el de Cardenal. Dicen que fue la malaria la que acabó con la vida del Papa Borgia, pero a todas luces fue la sífilis, que también padecieron sus hijos.
Por un breve espacio de tiempo le sucedió Pío III y a éste Julio II, encarnizado enemigo de Alejandro VI, el cual prohibió la costumbre de besar los pies del Pontífice porque padecía "una podagra tuberosa e ulcerata" según la describe su médico de cabecera y que se puede traducir como unas supurantes y fétidas úlceras, producto del "Mal Francés" que el Pontífice había contraído y que su médico trataba con emplasto de mercurio.
Muchos años antes, casi dos siglos, Bonifacio VIII, Papa 193 de la historia del papado, de ascendencia catalana y de verdadero nombre Benedetto Gaetani observó unas costumbres y presentó unos síntomas que han inducido a los estudiosos a sospechar, cuando no a asegurar, que padeció la temible enfermedad.
Y para terminar, toda una eminencia: León X, por nombre verdadero Giovanni de Medicis y Orsini, lo que supone decir que era la "crem de la crem". Llegó al grado cardenalicio a los trece años y con anterioridad había sido abad de Monte Casino, la más famosa abadía de Italia. Promiscuo bisexual, tuvo numerosos hijos bastardos, así como amantes de ambos sexos. Cuando fue nombrado Papa, hubo de acudir en camilla porque unas llagas purulentas le comían las posaderas.
Dicen que cuando le invistieron Papa regaló las ropas papales a su primo Giulio de Medicis al que le confesó: Ahora podré divertirme de verdad. Su primo hizo buen uso de las prendas papales recibidas, pues le sucedió años después en el papado, a la muerte de Adrián VI, como Clemente VII, uno de los Papas más desastrosos de la historia.
Además de que sus posaderas sanaron, como sanan solos los chancros sifilíticos, su trayectoria de orgías y desenfreno apuntó a una locura luética en el último estadio de la enfermedad.
A la historia ha pasado por varias razones, una de la cuales: la "Taxae Camarae", o la forma de hacerse perdonar los pecados más horrendos, previo pago de su equivalente en metálico, se considera como una de las mayores perversiones cometidas jamás por Pontífice alguno. La otra, su falta de visión para oponerse al más terrible Cisma de la Iglesia Católica: la Reforma de Martín Lutero.
Pero no todo fue malo en esos pontífices y es que quizás por su lujuria, quizás por su gusto por las bellas mujeres, por el sexo y la buena vida, también sintieron inclinación por el arte y además de su calidad pontificia, ejercieron de mecenas en una Italia convulsa por las ideas renacentistas. Bajo sus égidas, autores como Giotto (El Jardín de las Delicias) protegido de Benedicto VIII; Rafael, Miguel Ángel, Leonardo, protegidos de Alejandro VI y Julio II y un interminable etcétera de pintores escultores, arquitectos, orfebres y otros artistas, vivieron y trabajaron creando obras de las que la Humanidad se siente orgulloso.
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