Utilizar los lugares comunes que todos repiten nos baña en una especie de barniz de intelectualidad e impostada actitud crítica aunque en el backstage no haya un gramo de reflexión. Uno de estos tópicos es la llamada crisis de valores de nuestra sociedad, y de la occidental en general. Pocos reflexionan sobre el concepto de crisis, que conlleva un profundo cambio sobre un estado de cosas para desembocar en otra situación distinta, mejor, similar o peor a la anterior. El proceso es doloroso y se muestra en síntomas evidentes, que se traducen en un valor positivo para cualquier crisis: al ser visible nos permite articular respuestas adecuadas.
Actualmente no hay una crisis de valores, sino algo más peligroso por invisible e inodoro, como un gas mortífero que mata sin avisar; estamos en una perversión de valores. Para apreciarla, hay que entender el concepto de versión como la reinterpretación de un tema conocido para, desde dentro del mismo y sin que cause extrañeza, ofrecer una dimensión nueva del mismo, en unos casos superando al original y en otros empeorándolo hasta destrozarlo. El arte, sobre todo la música, es maltratada constantemente con versiones sobre obras geniales, la mayoría de las veces ordenadas por la industria y el mercado para hacerlas comerciales y obtener beneficios. Surgen así esperpentos ajenos a la creación y vasallos del consumismo, consumibles por un público masivo y acrítico.
Del mismo modo que se da esta perversión en la música, se da en otras parcelas de la realidad, en algunas tan sensibles como la de los valores morales y éticos que han ido configurando la cultura occidental; y aún más grave y aterrador, en la propia argamasa que sostiene los derechos fundamentales del hombre. Uno de esos valores fundamentales que deberían ser intocables es la protección de los menores y el blindaje de su derecho a la infancia, no entendida esta como un periodo temporal marcado por la edad biológica, sino como un espacio adecuado para la formación del futuro adulto en un entorno de amor, generosidad, respeto, bienestar, justicia y alegría. Debería ser reconocido, y protegido, como el derecho a la felicidad infantil, cuyos enemigos siempre son creados por los adultos.
Entre las alimañas que asedian la infancia están el mercado y el consumismo. Su peligrosidad reside en la capacidad que tienen para disfrazarse de beneficioso y necesario en la construcción de una infancia feliz. Genera bestias de caras amables, traumas en los niños que luego serán adultos creyendo que deben servir a aquellos monstruos de su infancia. Esta es una de las estrategias de la perversión de los valores, disfrazar a esas alimañas de afabilidad, pintarlos al estilo naif, mostrarlos como inocuos y defensores de la inocencia infantil arrancándonos una sonrisa, cuando en realidad están contaminando la niñez con el virus del consumismo y el neoliberalismo salvaje.
Lo pensaba hace unos días viendo el estreno televisivo de un nuevo concurso que se vale de los niños para ganar mucho dinero y, de paso, arruinarles la infancia destrozando sus diques de candidez y metiéndolos a empujones -con la complicidad estúpida de sus padres- en la dialéctica de la sociedad de consumo: competitividad en lugar de colaboración, egoísmo en lugar de solidaridad, vencer como sinónimo de éxito, repulsa ante el fracaso… Todo eso sin contar con la injusta exposición masiva a la que acceden sus padres y con el destrozo de su privacidad para alimentar un espectáculo mediático que no es más que una máquina de hacer dinero a la que, como en una picadora de carne, se le echa la ingenuidad y virginidad infantiles para elaborar una hamburguesa fastfood con todos los ingredientes que exige el mercado y el capital.
Qué pena da ver cómo sus padres y familiares aplauden y se emocionan ante la pérdida de la infancia de sus hijos. Qué espectáculo más triste observar cómo les arruinan la inocencia con la connivencia paterna. Qué miedo provoca que el consumismo pervierta los valores ante los ojos de millones de espectadores sin que se cosquen. Qué desesperanza genera que mercantilicen la pureza. Qué poco futuro nos queda en manos de los mercaderes de la pureza.