La noche del 22 de octubre de 1707, después de varios días de brumas y nieblas intensas, la escuadra del almirante ingles Clowdisley Shovell, compuesta de cinco navíos, se estrello contra los bajos rocosos de las Islas Sorlingas, al suroeste de la punta más occidental de Gran Bretaña, perdiendo cuatro barco y dos mil hombres.
La escuadra procedía de Gibraltar, donde se había dedicado a hostigar a los barcos franceses del Mediterráneo y se dirigía a puerto, para un merecido descanso.
Tras la niebla y las brumas que durante días acompañó a los barcos, se habían estado ocultando el Sol, la Luna y las estrellas y el almirante inglés tuvo que reconocer que no sabía dónde se encontraba. Llamó a capítulo a todos sus oficiales e hicieron los cálculos normales de situación, en función de la velocidad aparente que el barco había desarrollado, la orientación por medio de la brújula y todos los datos que pudieron recabar sobre el rumbo que habían seguido en los últimos días. Todos parecieron estar de acuerdo en que se encontraban a salvo, al oeste de la isla de Ouessant, lugar avanzado de la península de Bretaña, en la costa francesa y por tanto, embocando el Canal de la Mancha. Pero al seguir navegando hacia el norte, se estrellaron contra las rompientes rocosas de las Sorlingas, situadas al otro extremo de la Isla de Gran Bretaña y por tanto lejísimo del punto estimado.
Sólo dos hombres consiguieron llegar a tierra, uno fue el almirante y otro un marinero. Exhausto sobre las arenas de la playa, no le cupo siquiera defenderse de una mujer a la que encandiló el ostentoso anillo de esmeraldas que el almirante lucía y que para arrebatárselo lo apuñaló primero y le robó, después.
Quizás un mejor fin que enfrentarse a la deshonra de estrellar toda una flota, sobre todo cuando era uno de los marinos más prestigiosos de la Armada de su Majestad.
Eran tiempos de honor y por ese mismo honor, por el prurito de ser almirante y de no admitir la equivocación, días antes, el propio Shovell mandó ahorcar, por insubordinación, a un marinero que se permitió decir, ante varios oficiales, que la escuadra llevaba un rumbo equivocado. Que él había hecho los cálculos y se habían desviado mucho hacia el oeste.
Todo un drama que quizás hubiera resultado vano, si no es porque alguien sensato, en Londres, advirtió a los personajes influyentes del Gobierno y el Parlamento que los barcos de su graciosa Majestad, no podían seguir navegando a ojos cerrados por los mares del mundo.
Pero, ¿cómo se puede decir que navegaban a ojos cerrados? ¿Es que no iban y venían a las Indias Occidentales? ¿No llegaban hasta el Pacífico y las otras Indias, las Orientales? ¿Cómo lo hacían los navegantes entonces?
Pues muy sencillo, casi a ojos cerrados, porque de las dos coordenadas necesarias para situarse en cualquier punto del Globo Terrestre, solamente conocían con precisión una de ellas, la Latitud. La otra, la Longitud, no eran capaces de calcularla, por mucho que miles de marinos quedaron tuertos o ciegos enfocando al sol con las ballestillas primero y los sextantes después, hasta abrasarse las retinas.
Desde Ptolomeo, en tiempos de la Grecia clásica, era posible calcular la situación que se tenía en cualquier punto con respecto a los Paralelos terrestres, esas líneas imaginarias que cruzan la Tierra paralelas al Ecuador; pero no resultaba posible hacer lo mismo con los Meridianos, que son esas otras líneas, que cruzan la Tierra pasando por los Polos y que se resistían a dejar desentrañar el secreto de su situación. La polémica estaba servida y los navegantes y mercaderes pedían a voz en grito que se hiciera algo para que sus barcos pudieran navegar seguros por los mares.
A falta de otras posibilidades, los veleros de la época acostumbraban a seguir rutas conocidas, siempre las mismas, en las que no se aventuraban a perder el horizonte de tierra nada más que el mínimo tiempo posible, pero que les hacía caer una y otra vez en manos de barcos piratas que los esperaban acechantes en las grandes rutas.
Así estaban las cosas y así iban a continuar por algunas decenas de años más y quién sabe si no serían ahora las cosas de otra manera si el Parlamento no acordara, en 1714, el llamado Decreto de la Longitud, en el que exhortaba a todo el que pudiera encontrar una solución para el problema de hallar la situación con respecto a los Meridianos, la cual sería premiada con 20.000 Libras Esterlinas de la época, lo que supondrían varios millones de Euros actuales.
El famoso Decreto creó la también famosa Comisión de la Longitud, compuesta por astrónomos, científicos y matemáticos, los cuales se encargarían de revisar cada una de las propuestas que se presentaran. La presencia de los astrónomos en la citada comisión no hizo más que retrasar la solución del problema y por dos causas diferentes. La primera porque creían en la posibilidad de encontrar un método astronómico que les permitiera situarse en el mar y la segunda, por no dar su brazo a torcer frente a otras ideas, más sencillas, que solucionaban el problema y que podían ser usada por cualquier persona que no fuese versada en astronomía. Es posible que actuaran de buena voluntad al querer encontrar la solución astronómica, pero lo cierto es que desde tiempo atrás se había llegado a la conclusión de que si a bordo de un barco se supiera puntualmente la hora real de un lugar cualquiera de la Tierra, de coordenadas conocidas y se pusiese en comparación con la hora exacta, fácilmente calculable por el sol, se podría determinar la Longitud, toda vez que quince grados en el cuadrante esférico, corresponden a una hora justa de tiempo.
De hecho, en la actualidad y prescindiendo de mecanismos como el GPS, que sitúan un punto cualquiera de la Tierra con un margen de error de pocos metros, con un reloj de pulsera cualquiera, se puede calcular la Longitud con una precisión asombrosa.
El problema era que a bordo de los barcos, los relojes de péndulo, únicos existentes con fiabilidad suficiente, atrasaban, adelantaban o se paraban de manera irremisible, no cumpliendo por tanto su función. Bastaba entonces con construir un reloj de bastante precisión como para confiarle la localización de un buque en mitad del océano.
Y aquí entró en liza un genio de aquella época, un carpintero metido a relojero que fue capaz de construir un reloj, con mecanismo de madera y con la precisión deseada. Este genio se llamó John Harrison y había nacido en el año 1693, en el condado de Yorkshire. Era el mayor de cinco hermanos, hijos de un carpintero que pretendió enseñar el oficio a sus hijos. Antes de cumplir los veinte años, John, construyó su primer reloj de péndulo, es decir, allá por 1713 y antes del Decreto de la Longitud.
Harrison ya había introducido en la relojería tradicional de péndulo, dos modificaciones de su invención que habían resultado de suma utilidad. Para evitar que los cambios climáticos afectaran a la marcha del péndulo, ideó los llamados "péndulos de parrilla", en los que la caña que sostiene el peso es sustituida por varillas de diversos metales que contrarrestan las dilataciones, así como unas sujeciones horizontales que fijan enérgicamente las varillas entre sí, evitando deformaciones. El conjunto da la idea de una parrilla de asar y de ahí su nombre.
El "escape" es la pieza que marca el número de pasos por unidad de tiempo de la rueda dentada que se mueve por la energía generada por el péndulo. Es el corazón del reloj y el responsable de la precisión. Harrison ideó un escape al que llamó "de saltamontes" por la forma que adoptaban sus elementos ensamblados, que sin soportar el rozamiento de los escapes tradicionales existentes, daban mucha mayor precisión y en su movimiento simulaban los que efectúan las patas traseras de ese insecto.
Se desconoce la forma en la que el "carpintero-relojero" entra en contacto con el repetido Decreto, pero lo cierto es que engolosinado por el soberbio premio, se pone manos a la obra cuando ya han transcurrido trece años sin que ninguna idea se haya aportado a la solución del problema.
En primer lugar, comprende que no se puede llevar un reloj de péndulo en un barco, por las razones ya expuestas y que, por tanto, se ha de construir un reloj movido por otra fuerza. En segundo lugar, determinadas piezas metálicas de las maquinarias de los relojes, sufren una gran oxidación debido a la humedad y salinidad del aire en el mar, por lo que se han de sustituir por otro material y por último, sabe que la lubricación de las piezas ha de ser muy especial, pues los cambios de temperatura afectan sensiblemente la densidad de los aceites lubricantes e influyen en la precisión de la maquinaria.
Apoyado en estas premisas, idea un eje espiral, compuesto por dos metales de diferente coeficiente de dilatación, firmemente ensamblados, que proporcionen el ritmo del péndulo. Luego sustituye las ruedas dentadas de hierro por otras de madera de roble y muchas de las otras piezas, según su cometido, por madera de boj.
Aquí, su oficio de carpintero juega un papel esencial, pues sus conocimientos sobre las maderas, le hacen elegir las adecuadas. El roble tiene que ser de los llamados de crecimiento rápido, de madera más compacta, que almacena entre sus fibras gran cantidad de resina oleosa que permite prescindir de la lubricación exterior, a la vez que la hace muy resistente al desgaste.
El resultado llega en 1730, cuando presenta a la Comisión de la Longitud, un reloj de cuerda, al que llama "Harrison-1", el "H-1".
El reloj, es una maquinaria perfecta, que no tiene más inconveniente que el de pesar casi treinta y cinco kilos y ocupar una caja cúbica de metro veinte de lado.
Con suma precaución, el "H-1" es subido a bordo del velero Centurión, con el que emprende viaje a Lisboa. Decía el Decreto de la Longitud que la prueba de mar debería hacerse en un viaje a las Indias Occidentales, pero por aquellas causas ya señaladas de las rencillas con los astrónomos, se optó por este otro viaje, que Harrison se pasó apoyado sobre las amuras, medio cuerpo hacia la mar y tratando de aliviar su pertinaz mareo que no le permitió disfrutar de la travesía. El capitán Proctor, responsable del velero, que se muestra encantado con las posibilidades que ofrece el "H-1", fallece a los pocos de arribar a Lisboa, por lo que el reloj es trasladado a otro buque, el Oxford, cuyo capitán era Roger Wills.
De regreso a Gran Bretaña, Wills realiza los cálculos de la posición y sitúa al barco frente al promontorio de Start, en la costa sur de Inglaterra. Harrison y su reloj hacen también los cálculos y lo sitúa frente a Lizard, en la península de Penzance, a noventa y seis kilómetros al oeste de Star. La controversia queda diluida al comprobarse seguidamente que es Harrison el que tiene razón.
El informe que Roger Wills hace sobre la eficacia del reloj, debería haber sido suficiente para concederle el premio, de no ser porque el propio Harrison, manifestó que quería perfeccionar el cronómetro y así, cinco años después entregó el "H-2", del que tampoco estuvo satisfecho y dieciséis años más tarde presentó el "H-3", que tampoco satisfizo su afán perfeccionista. No es hasta el "H-4", verdadera innovación, cuando su creador se siente verdaderamente complacido con el resultado, y cuando ya todas las pruebas realizadas, han demostrado que situarse en la mar es tarea de lo más fácil siempre que se cuente con un cronómetro fiable y, desde luego, ese método es mucho más eficaz que buscar en el firmamento las señales necesarias para fijar la posición. La idea del "Reloj Celeste" se ha olvidado por fin.
El año 1773, cuarenta y tres años después de presentar el "H-1", Harrison fue reconocido como ganador y se le abonó el premio prometido, no sin que fuese necesaria la intercesión del rey Jorge III, que obligó a la Comisión de la Longitud a cumplir con su promesa, si bien es cierto que Harrison había ido recibiendo subvenciones para poner a punto su reloj, las cuales le habían permitido vivir con cierta holgura y dedicado exclusivamente a su pasión. Cuando se le liquidó el premio, percibió 8.750 Libras Esterlinas, algo menos de la mitad del total.