Mientras la Revolución Rusa enseñaba los dientes, ese mismo 25 de febrero de 1.917 una cien mil veces más hermosa revolución daba su primer llanto de vida a miles de kilómetros de distancia de Moscú, en un pueblecito de la Serranía de Ronda llamado Benadalid. Y es que en pleno Valle del Genal, con los almendros ya en flor, temiendo el frío y acariciados ese día por una intensa lluvia, nació María Barea Fernández. Su madre, Francisca, obraba un milagro en medio de la humilde sencillez de una familia trabajadora e incansable.
Cien años, con sus soledades y sus alegrías, con sus penas y sus glorias, han pasado desde entonces. Y cien años después de ese lluvioso día de febrero, María Barea mira al tiempo con la inusitada lucidez de su embriagadora mirada, siempre llena de vida. Mira al pasado, cada vez más ancho, más largo, y mira al presente, de la mano de su encantadora familia de alma ‘benaliza’ y corazón errante.
Cien años de idas y venidas, cien años de vidas en casa de Doña Paca, sola, con sus progenitores ganándose el jornal en el norte de Marruecos. Cien años en los que con apenas 17 otoños se echó el alma a la espalda y viajó hacia el sur para cruzar el Estrecho y reencontrarse con sus padres y así cuidarlos, renunciando a las comodidades que ofrecía la casa de Doña Paca. Allí trabajó cosiendo los días y las noches. Allí, en Marruecos, cogió las riendas del hogar cuando su madre fallecía aún siendo muy joven. Y allí, porque dios aprieta pero no ahoga, le hizo un guiño al destino y conoció al amor de su vida, Don Francisco Sirvent, con el que se casó apenas cumplió las 22 primaveras. Y allí tejió en cuerpo y alma a sus dos primeros hijos.
Cien años de idas y venidas, cien años de vida también en Madrid para cuidar de día a su familia y de noche seguir remendando al ritmo que marcaba su máquina de coser. Cien años para volver a dar a luz. Cien años en los que arrastrada por la nostalgia y su amor hacia Benadalid, fue sembrando las semillas del regreso sin olvidarse de seguir dando cariño y protección a sus seres más queridos.
Cien años con sus idas y venidas. Sus lunas, sus soles. Cien años en los que el mundo ha soñado. Cien años en los que el mundo ha sangrado. Sus pupilas han respirado guerras y reconciliaciones. Sus oídos han sufrido con el llanto y han sonreído con las sonatas de tantas primaveras. Su boca ha emitido tantas palabras como estrellas rasgan los anocheceres. Cien años para forjarse el mejor de los corazones, siempre latiendo al son del amor. Amores dados, amores recibidos… cien años de lucha contra tempestades incapaces de quebrantar lo inquebrantable: su alma de matriarca dispuesta a pelearse incluso contra el tiempo.
Cambiaron los campos, los cielos, las calles y los sueños. Cambiaron en estos cien años los gobiernos y las balas, los poemas y las ramas de todos los árboles. Cambiaron las llamas, incluso los fuegos y las brasas. Cien años que todo lo cambiaron menos tu alma, menos tu mirada… matriarca de la vida en verso.
En cada pliego de su piel hay un recuerdo, en cada mirada un libro… en cada gesto una historia, lo mismo contada que por contar. El tiempo, galante, reclina su cabeza ante tu presencia. Silencio en la sierra, silencio en el monte, que callen los vientos, que callen los árboles de la Alameda, porque hoy María Barea cumple cien años y hasta el agua de las fuentes parece querer sumarse a esta fiesta.
Apenas compartí una esquina de tu tiempo, apenas una pizca de ese siglo que lo mismo suda besos, que lo mismo suda lágrimas. Pero esa esquina, esa pizca, fue suficiente para saber que ya pasen otros cien años, a personas como usted no se las puede dejar de querer porque derrotan al olvido con un guiño y se incrustan en la memoria con la fuerza de todos los huracanes. Y es que María Barea ha sido y es, ante todo, una gran mujer… de esas que solo nacen una cada cien años y amén.
Cien años que son pocos. Cien años que son un regalo para todos los que la rodean. Sin más, solo cabe decirle, felicidades Doña María Barea por estos tus primeros cien años de historia.