Nací el último. Dicen que los hermanos mayores comprenden mejor por qué Donald Trump quiere construir un muro. Una vez dentro, que nadie entre a quitarte los privilegios. Pero los hermanos pequeños también tenemos derechos, entre ellos al amor de los padres.
Al cabo de unos años, sumido en un miedo a todo, escaso de valentía, tratando de comprender el significado de mi reciente existencia, me metieron en un colegio, el Ramón y CajalAsomé mi cabeza y aunque quise volver al sosegado universo del líquido amniótico, un hombre con una bata blanca y manos sangrientas me agarró y tiró de mí hacia el mundo exterior. Pensé, al menos me dejarán convivir con mi hermano gemelo, la placenta. Ni eso. Cordón umbilical al carajo, tortazo en el culo para saber a dónde llego y para casa.
Con apenas unos días, viendo el panorama, me dije, la cagaste. Esto no es Beverly Hills, ni la calle Serrano en Madrid. Es Salah Eddine Al Ayoubi, patio rúa, cerca del fondak… mala cosa si donde naces no aparece ni en las primeras casillas del Monopoly. Pero bueno, con calma, puede tratarse de un error… qué ingenuo se es cuando aún no has soltado ni el primer viscoso y pestoso meconio.
Al principio creí que estaba en una sala de espera, pendiente de una cama libre, pero no había habitaciones para repartir. En aquel piso, ya vivía un hombre oscuro, una mujer clara y tres hermanos, de los cuales uno estaba tan perdido como yo. Otro no paraba de moverse y dar por culo y un tercero que era tan mayor y tan rubio que supuse era un segundo padre pero occidentalizado.
A diferencia de los vecinos, mi mamá hablaba un idioma diferente. Español, aunque a veces se inventaba palabras tanto en francés como en árabe. Mi papá hablaba también español con nosotros pero dominaba, según él, hasta el klingon. Aquí ocurre algo raro, me percaté. Quizás la salvación esté en esa mujer que vive en la cocina y a la que le hieden las manos a lejía. Esa mujer que es amable a más no poder con las visitas aunque luego, nada más salir por la puerta, las ponga a caldo. Esa mujer que lo mismo llora, lo mismo ríe, lo mismo coge la escoba que lanza una zapatilla o te persigue con una cuchara llena de aceite picante o en su defecto, de aceite de bacalao. Esa mujer, pensé, será la clave porque se diferencia del resto de madres del vecindario.
Al cabo de unos años, sumido en un miedo a todo, escaso de valentía, tratando de comprender el significado de mi reciente existencia, me metieron en un colegio, el Ramón y Cajal… pero ¿qué hacía un premio Nobel español dando vueltas por Tánger? Y ahí el lío se hizo mayúsculo. Joder, qué de contradicciones para tan corta edad. En mi barrio, era el pijo, el niño bien. En la escuela, uno de los desgraciados, de los menos privilegiados. Para los cumpleaños, caja de peladillas. Al mío, nadie venía. Mi padre, marroquí y musulmán, mi madre, española y cristiana. Mis hermanos cafres sin identidad, uno Nordin, otro Karim y como si fuera una broma del destino, el mayor, Guillermo. Sus muertos, no entendía nada. ¿Qué soy, pobre o rico? ¿Español o marroquí?... para la familia del viejo, era un españolito, para la de la vieja, un moro…
Fueron pasando los años, centrándome en forjar una personalidad propia, una identidad fuerte. Y cuando más o menos tenía todo decidido, ateo, pobre en vía de desarrollo, apátrida, sin bandera, ni de izquierda, ni de derechas, cobarde pero valiente en reconocerlo… cuando logro formar una familia, dos hijos, barbateños… de repente, en un restaurante en el paseo marítimo pido unas gambas… ¿a la plancha o cocidas? De nuevo en un lío, regreso a casa sin comer y busco en Youtube ‘Ser o no ser’, el cuarteto de José Manuel Gómez con Caracol, Manolo Padilla y Matos. Lo escucho, ya sé lo que soy, un papafrita y a mucha honra. Si me dan a elegir, me quedo con Tánger, Benadalid y Barbate, si me dan a elegir, lo tengo claro, media de gambas a la plancha y media de gambas cocidas.