Labores profesionales me impidieron ver el pasado viernes la entrega de los Premios Jerez que nuestro Ayuntamiento otorga a aquellas personas e instituciones que destacan de manera especial en sus actividades o esfuerzos por nuestra ciudad. Y ciertamente me hubiera gustado ver la ceremonia –imagino y deseo que la televisión municipal lo repita algún día– sobre todo por el mágico momento que representaría la entrega del galardón a la familia Pacheco, propietarios y regentes de, probablemente, uno de los bares más cosmopolita de cuantos pueblan la faz de la tierra.
Hay algo de egoísta en ese deseo, quizás por lo que supone de reencuentro imaginario con el pasado compartido con mi padre, en unos extraordinarios y singulares desayunos amenizados con la voz rotunda, grave y lírica del padre de Atilano, Ildefonso (Alfonso para los menos avezados) y Fernando. Don Fernando Pacheco Toro, como mi padre, vecino de la collación de San Pedro (barrio señorial y castizo que siempre que podían sacaban a relucir en sus peroraciones matutinas) lanzó aquel modesto negocio a la constelación de los lugares emblemáticos de la ciudad, y a quienes sus hijos hacen honor día tras día.
Y aquélla herencia material –no exenta de dificultades personales y maratonianas jornadas de trabajo–, venía acompañada de un legado inmaterial que terminó por cuajar en esencia viva del negocio: su exquisito y cortés trato, ejemplificado por el cariño a la ama de casa y a nuestros mayores, al bancario encorbatado, al señorito de pan pringao tan de nuestra tierra, al estudiante con lo justo para tomarse una caña, y como no, a los bernabé, los predilectos de los hermanos Pacheco en su particular galería de personajes, que en una suerte de bienaventuranza moderna musitan al verlos llegar: “Bienaventurados los Bernabés que nos visitan, porque de ellos será esta casa…siempre que no den mucho la lata, claro”.
En estos días en que se habla mucho de inteligencia emocional, estoy convencido que los hermanos Pacheco –acaso porque lo traigan en la sangre– completaron el doctorado cum laude; son protéicos, camaleónicos, versátiles y lo demuestran en su respeto por las ideas y creencias de sus clientes; a su forma de vestir (hippies, modernos, pijos, rockeros, punkis); a la música (allí tienen cabida como conversación y como discusión desde la ópera hasta el rock, pasando por el flamenco o por el funky). En definitiva, desde las siete de la mañana hasta pasada la medianoche, un lugar de encuentro y un inigualable sitio donde tomar el pulso a Jerez.
Cobijado por las centenarias murallas de la ciudad, con la Torre de Poniente como testigo, puede uno rememorar el tiempo de nuestros ancestros, reencontrarse con viejos amigos o sondear las nuevas corrientes artísticas de nuestra ciudad, en lo musical, en lo literario o en lo artístico.
Me alegro enormemente de este premio a los hermanos Pacheco, y en definitiva como justo reconocimiento al esfuerzo de sus padres. Dichosas las ramas que al tronco salen. Ellos consiguieron educar a sus hijos en conceptos como el trabajo, el sacrificio, el tesón, la lealtad, el respeto y la comprensión; valores que, a pesar de lo sacrificado de su trabajo, les han permitido granjearse el cariño de muchas generaciones de jerezanos que han terminado por convertir su negocio y su modo de vida en un lugar de encuentro y ejemplo de convivencia ciudadana, donde siempre será más importante la persona que sus ideas. Un humanismo sincero e inteligente que bien nos vendría exportar a otros sitios de nuestra ciudad. Alzo mi copa de Jerez, por vosotros y los vuestros. Y mil gracias por vuestra extraordinaria aportación a nuestra ciudad y sus gentes.
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