Señora, vender la masa de bienes que han venido a ser propiedad de la Nación, no es tan sólo cumplir una promesa solemne y dar una garantía positiva a la deuda nacional, es abrir una fuente abundantísima de felicidad pública; vivificar una riqueza muerta, desobstruir los canales de la industria y de la circulación; apegar al país por el amor natural y vehemente a todo lo propio; ensanchar la patria, crear nuevos y fuertes vínculos que liguen a ella; es, en fin, identificar con el trono excelso a Isabel II, símbolo de orden y de la libertad. No es, señora ni una fría especulación mercantil, ni una mera operación de crédito. . . El decreto que vaya a tener la honra de someter a la augusta aprobación de V. M. sobre la venta de bienes adquiridos ya por la nación, así como en su resultado material ha de producir el beneficio de minorar la fuerte suma de la deuda pública, es menester que en su objeto y aun en los medios por donde aspire a aquel resultado, se encadene, se funde en la alta idea de crear una copiosa familia de propietarios, cuyos goces y cuya existencia se apoye principalmente en el triunfo completo de nuestras actuales instituciones”.
Si no fuera porque el tenor del escrito contiene un estilo patriótico, respetuoso y bien construido –tan impensable por cierto en los políticos de nuestro tiempo– que delata su antigüedad, bien sería deseable que el discurso de alguno de nuestros políticos, –como el del Juan de Dios Álvarez Mendizabal, transcrito– hablara de garantizar la deuda nacional, de felicidad pública, en fin, del triunfo pleno de nuestras actuales instituciones.
Si la actual crisis tiene solución parece que no venga dada por las recetas habituales que se manifiestan, a todas luces, insuficientes e ineficaces. La impotencia anima a pensar que algo importante debe suceder, que es precisa una convulsión. Muchos hablan del fracaso de un sistema económico y político e, incluso, de un cambio de ciclo.
Un convulso antecedente, no muy lejano en el tiempo fue el proceso desamortizador –piénsese que alcanzó hasta 1924– y vino a suponer una auténtica revolución en las estructuras del Antiguo Régimen, con una renovación social y económica, nunca vista desde la reconquista o más allá. Y no llevó aparejada grandes confrontaciones bélicas, ni conflictos armados, sino que los perjudicados –a regañadientes–, terminaron por aceptar lo que los tiempos imponían.
Pero, claro…, ¿quiénes son hoy los manos muertas? Quiénes tienen amortizados hoy los bienes. En una primera visión podríamos pensar que son los bancos y las entidades de crédito. Sin embargo, en el fondo no son más que otras víctimas de la crisis –quizás las mayores–, por más que los grandes números que barajan puedan producirnos el espejismo de que son entidades egoístas que tienen sus cajas de caudales repletas de oro y no lo quieren prestar a los ciudadanos. La realidad es bien distinta. Los bancos no prestan lo que tienen depositado, sino que toman a su vez dinero a préstamo y, veremos a ver, si ellos pueden devolverlo.
Las verdaderas manos muertas de nuestro tiempo la constituyen los ejércitos de políticos profesionales que han generado y degenerado las democracias representativas. Una legión de desubicados que por la tiranía de la partidocracia, son catapultados de sus oficios y menesteres a la administración de la res pública, recaudando y aplicado recursos públicos –es decir, de todos–, en lo que a ellos mejor les parece –no se sabe por qué– bajo la coartada de que cuatro años antes, el ciudadano depositó un voto, que les autoriza sin más explicación a hacer lo que les plazca. Conmigo que no cuenten.
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