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Viernes 08/11/2024
 

Cádiz

Müller recorre las heridas del siglo XX en su discurso por el Nobel

La escritora rumano-alemana Herta Müller recorrió ayer en Estocolmo con un descorazonador juego literario las cicatrices de su existencia, que no son otras que las de la Historia del siglo XX, durante un discurso previo a la entrega del Nobel de Literatura.

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  • La escritora Herta Müller en su discurso en la sede de la Academia Sueca. -
La escritora rumano-alemana Herta Müller recorrió ayer en Estocolmo con un descorazonador juego literario las cicatrices de su existencia, que no son otras que las de la Historia del siglo XX, durante un discurso previo a la entrega del Nobel de Literatura, titulado Cada palabra sabe algo del círculo vicioso.

“Los objetos no saben su propio material, los gestos no saben sus sentimientos y las palabras no saben las bocas que las hablan. Pero para estar seguros de nuestra existencia, necesitamos los objetos los gestos y las palabras. Cuantas más palabras nos permiten usar, más libres nos volvemos”, resumió Müller en la sede de la Academia Sueca.

La escritora, nacida en Nytzkydorf (Rumanía) en 1953 en una minoría alemana de este país, expresaba así el doble filo de su instrumento de trabajo, la palabra, argamasa de una obra con piezas como El hombre es un gran faisán en el mundo o La bestia del corazón, pero que le fue negada bajo la dictadura de Nicolai Ceacescu.

Así, un sola palabra, pañuelo, le sirvió en su discurso para hilar una vida marcada por la intersección del nazismo y el comunismo: la de la comunidad suaba que cargó con las culpas del primero y fue azotado por el segundo. Desde 1987, Müller vive en Berlín y su premio coincide con los 20 años de la caída del Muro.

“¿Has cogido un pañuelo?”, le preguntaba su madre cada mañana antes de salir de casa. “Era una muestra indirecta de afecto”, decía, dentro de un entorno familiar tan opresivo como describió en En tierras bajas, relatado precisamente desde una mirada infantil, y en el que las palabras más comunes, siempre en frases breves, levantaban una cotidianeidad irrespirable.

Ese mismo pañuelo se convertía en su discurso en esa oficina de una planta de manufactura de la que fue despedida tras ser acusada de espía al no querer colaborar con la Securitate, el servicio secreto de Rumanía.

Y ese pañuelo también aparecía en la foto de la muerte de su tío Matz, que había sucumbido a la ideología nacionalsocialista, o en la imagen de su amigo, colega y compatriota Oskar Pastior, quien estando en un campo de concentración ruso, lo recibió como regalo por parte de una mujer que esperaba a que su hijo volviera de la guerra.

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