Reconozco que una de las cosas que me disuadió de perseguir mi sueño de ser escritor fue un comentario irónico de mi madre. Muchas veces he contado que empecé a crear historias cuando, al volver de las clases de mecanografía del Centro Obrero, cogía aquella máquina de escribir que me habían traído los Reyes Magos y creaba historias para hacer algo menos monótono que los ejercicios que venía de hacer. Cuando estas historias me empezaron a gustar y la lectura hacía evolucionar mi estilo, dije a mi madre que quería ser escritor. “No fastidies, hijo, ¿quieres ser pobre?”. Aunque ella sólo pretendía hacerme entender que pocos llegan a vivir de la literatura, lo cierto es que aquello me frenó por un tiempo. Demasiado tiempo.
Hoy vengo a contarles cómo, ocho libros publicados después, no es que mi madre tuviera razón del todo pero sí que hay un constructo en torno a todo el arte (no sólo a las letras) que hace que se valore menos que otros oficios. Ayer publiqué en mis redes sociales, a modo de anécdota pero también de reivindicación, algunas conversaciones en las que dos personas me pedían libros por el morro: una de ellas, apelando a los años de amistad y otra ofreciendo pagármelo en carne. A la primera, le pregunté si usaba la misma táctica con el fontanero o en la panadería; a la otra, tirando de ironía, le dije que el chuletón me gusta al punto. Y es que se ha extendido tanto la importancia del talento en las artes que se omite la parte de trabajo que conlleva; son conscientes de que el trabajo se paga, excepto cuando se trata del artista.
Muchas veces he puesto el ejemplo del flamenco. Existe una asociación de este género musical con la juerga, además con Andalucía (con los rancios tópicos que aún pesan sobre nosotros) y con los gitanos (que también tienen que soportar ración extra de estereotipos). Esto hace ignorar que los artistas flamencos ya no salen de las calles donde nuestros hermanos calés vivían marginados: salen de horas al día durante años y años de preparación, formación y mucho trabajo. Con el actor, creen que es salir ahí y creerte por un rato alguien que no eres. Los años de estudio, de práctica, aprendizaje, audiciones sin resultado, performances callejeras..., todo para un papel de ocho segundos sin diálogos. Ahora imaginen lo que hace falta para protagonizar un éxito de taquilla.
Del pintor ni hablamos. No me imagino a nadie diciendo a Picasso que le haga un retrato de la suegra para poner en la salita. Sin embargo, pregúntenle a alguno que esté empezando y tratando de abrirse paso: estoy convencido de que alguno le habrá pedido hasta pintarle el cuarto de baño y no me refiero precisamente a decorar las paredes, sino a la brocha gorda de toda la vida. Los escritores no íbamos a ser menos; en un mundo donde, por suerte, publicar un libro está al alcance de cualquiera, nadie piensa en el trabajo que un libro esconde: lectura a diario como formación, diccionario obligatorio, creación, redacción, corrección, maquetación, diseño de portadas..., todo para que me lo pidas gratis por ser amigo de muchos años. Ya no sé si es que valoras poco el trabajo que hay detrás del producto o si los años de amistad te importan los diez cochinos euros que te estoy cobrando por el libro.
Y con estas líneas, en realidad, no aspiro a lograr nada. Pero era un desahogo necesario, tanto por quedarme a gusto como por crear conciencia sobre este día a día que vive cualquiera que desempeñe un oficio creativo. Si alguien no lo entendió... el chuletón me gusta al punto.