Los medios siguen cumpliendo un papel esencial en la conformación de opinión, pero sus roles, partidistas y apegados a consignas empresariales, generan alarma social, desdibujan las posibilidades reales que tiene el mundo, con sus luces y sus sombras, dando sólo aquello más tétrico, sombrío, siniestro o terrorífico. Lo bello queda oculto en la guarida de las buenas intenciones, porque interesa vender miedo, sensación de ahogo y malestar.
Los informativos, salvo excepciones, son cadenas de infortunios hechas a imagen y semejanza de agoreros fúnebres que inoculan el veneno del escepticismo, derivando en una brutal desconfianza hacia la especie humana, capaz, según esta infame moraleja, únicamente de lo peor. El telespectador tiene una oferta formativa limitada si recurre a los canales de siempre, tan repetitivos e insistentes en temas de segundo orden. Ponderan virtudes pamplinosas y relegan el esfuerzo y la auténtica solidaridad a un espacio menor reservado al libre impulso particular.
Entre los mecanismos puestos en marcha para que los informativos no sean otra cosa que un marasmo de imágenes y sonidos sin sucesión de continuidad, está el de entremezclar eventos de naturaleza opuesta, para que la mente no deduzca ya, perdida toda noción de juicio reflexivo, que el mundo necesita respuestas urgentes pero distintas, en cualquier caso, a las que proponen las televisiones. Triste juego de confusión que ha de tener su fin, pues para que el pueblo avance es necesario disponer de un periodismo educativo y estimulante, que se parece poco al que sale por la tele.