MIGUEL ÁNGEL RINCÓN
Dicen que la libertad es un estado de la mente. Ahí está, por ejemplo, la novela de Jack London, ‘El vagabundo de las estrellas’, en la que el autor cuenta cómo un preso tiene su cuerpo entre rejas, pero su mente es completamente libre. Hay muchas maneras de sentir la libertad: viajar, coronar una montaña, montar en moto, terminar de pagar la hipoteca, etc. Yo, la semana pasada, también me sentí completamente libre. Siembre que puedo voy a la playa entre semana, porque hay menos aglomeración de gente. Aparqué el coche junto al Ventorrillo El Chato y, al pisar la arena, me encontré un cartel que decía: “Tramo de playa en el que se permite la práctica del nudismo”. Setecientos metros para despelotarse tranquilamente, sin que nadie te llame la atención ni la policía pueda empapelarte.
El Ayuntamiento de Cádiz, con buen criterio, aprobó el año pasado una ordenanza para legalizar y señalizar la zona donde tradicionalmente se ha practicado el nudismo en Cortadura. Traspasé entonces esa frontera invisible que separa lo textil de los cuerpos desnudos y me quedé como mi madre me trajo al mundo. Sentir el viento, el sol (importante usar protección solar, poniendo especial atención en las zonas más íntimas) y, sobre todo, nadar desnudo, son sensaciones más que recomendables.
Lamentablemente, vivimos en una sociedad que aún muestra una incomprensible incomodidad ante el nudismo (o naturismo), y mucha gente lo considera una inmoralidad. ¿Por qué hay quienes se escandalizan al ver tetas, penes o culos? ¿Por qué un cuerpo desnudo en la playa les resulta más inmoral que toda la violencia explícita que emiten a diario en televisión? Esto nos viene de lejos, de siglos de moral religiosa que han demonizado hasta la saciedad la desnudez (entre otras muchas cosas), asociándola al pecado, al sexo y a la vergüenza. Nada tiene que ver el naturismo con el exhibicionismo ni con el sexo explícito.
Deshacerse de la ropa en el contexto adecuado es un ejercicio de autoaceptación. Al fin y al cabo, todos tenemos un cuerpo con sus cicatrices, su grasa, su vello, sus varices, sus diferentes tamaños genitales... El bañador, muchas veces, no solo nos viste, sino que también nos oculta y nos protege del juicio ajeno, e incluso puede reforzar nuestros complejos, que más que corporales son mentales. No, queridas lectoras, el nudismo no es ni pecado ni moda; ya a finales del siglo XIX y principios del XX, el naturismo libertario reivindicaba el cuerpo como un territorio de liberación, una trinchera más contra los dogmas del Poder. Así que, si les apetece, este verano liberen sus cuerpos (y sus mentes).