En una de esas tardes en las que la chicharra empieza a cantar y nos anuncia que el verano está al caer, salí a dar uno de esos paseos que tanto me gustan. Barrio Alto, Plaza de Toros, Valdés, Bajamar, Parque Calderón, Ribera del Río... hasta desembocar en ese rincón tan portuense y a veces tan olvidado: el Parque de la Victoria.
Enamorarse era un proceso, un descubrimiento diario. Cogerse de la mano era un hito. Darse un beso en la cara, casi una osadía
Llegué sudoroso, algo cansado, y me senté en uno de esos bancos de piedra que guardan mil historias. Cerré los ojos y me dejé llevar por la memoria.
Recordé lo que me contaba mi padre sobre los antiguos noviazgos: recoger a la muchacha, pasear con la hermana pequeña de carabina, bajar por la Calle Luna, pasar por el Parque, dar la vuelta por la Calle Larga… y si la tarde lo permitía, terminar en el Parque de la Victoria. Ese era el trayecto del amor. Sin prisa, sin atajos.
Pensé entonces en lo bonito de aquellas historias que se tejían a fuego lento, sábado a sábado. Enamorarse era un proceso, un descubrimiento diario. Cogerse de la mano era un hito. Darse un beso en la cara, casi una osadía. En la boca… un escándalo. Nada que ver con ahora, cuando todo parece ir deprisa y corriendo. Los besos se mandan por pantalla y los “te quiero” llegan en forma de emoticono.
Hoy nos acostamos y mañana ni nos hablamos. El amor parece haberse vuelto fugaz, impersonal.
Llámenme anticuado, pero a veces —solo a veces— creo que todo tiempo pasado sí fue mejor.

- VISTA AÉREA DE EL PUERTO. -
- Fernando Alda
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