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Saboreando

Desaire a la saeta

La saeta no es un accesorio, ni un simple adorno, es parte esencial de lo que hace de nuestra Semana Santa un evento singular

Publicado: 06/04/2025 ·
13:20
· Actualizado: 06/04/2025 · 13:20
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Autor

Pepe Oneto

Además de cocinero y docente culinario, comunicador, especialmente gastronómico, en prensa escrita, radio, televisión e Internet y escéptico por naturaleza

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La Semana Santa de San Fernando es, sin duda, excepcional. Su devoción, arte y arraigo cultural la hacen única, destacándose no solo por lo religioso, sino también por el profundo vínculo con nuestra identidad. El ambiente en las calles, cargado de fervor y solemnidad, es inigualable y caminar por ellas, rodeado del aroma del incienso, el perfume del rosco de Semana Santa y ese inconfundible olor a marisma primaveral es una experiencia que conecta con nuestra esencia más profunda. Además, la gastronomía isleña semanasantera como, por ejemplo, esos garbanzos con bacalao que sólo aquí saben hacer o los autóctonos roscos de Semana Santa, entre otras especialidades típicas cañaíllas, es un deleite que refleja nuestra identidad. Para quienes, como este que suscribe, ha vivido fuera de La Isla tanto tiempo, regresar en esta época siempre es un verdadero reencuentro con nuestras raíces, una especie de retorno a lo que nos define.

Sin embargo, existe una arista de nuestra Semana Santa que no puedo obviar y que me inquieta profundamente. Hablo de la saeta, una de las manifestaciones más representativas de nuestra tradición. San Fernando ha sido -y es- cuna de grandes saeteros, artistas cuyo canto se ha convertido en la expresión más pura de la devoción popular, que acompaña y enriquece cada una de nuestras procesiones. La saeta no es un simple acto; es un acto de fe, un susurro del alma que, por su brevedad y su intensidad, se convierte en un momento de sublime comunión entre el saetero, el paso y el pueblo. Sin embargo, en los últimos años he sido testigo de algo que resulta incomprensible e inaceptable: la interrupción sistemática de la saeta por parte de algunos responsables de determinadas hermandades.

A menudo, los saeteros, con todo su arte y su entrega, son ignorados, desairados, mientras las hermandades apuran la marcha, ordenan subir el volumen de la banda de música y no dan tiempo suficiente para que el canto de la saeta se complete. Este desdén no solo es un agravio para el saetero, sino para todos aquellos que se han congregado con la esperanza de vivir ese momento único. La saeta no es un accesorio, ni un simple adorno, es parte esencial de lo que hace de nuestra Semana Santa un evento singular. No basta con que los saeteros sean parte de la procesión, es necesario que se les respete, que se les permita dar lo mejor de sí mismos sin ser interrumpidos de forma tan brusca.

Lo que ocurre en San Fernando es una excepción aislada. En otras ciudades de nuestra región, e incluso en otros muchos lugares del resto del país, las hermandades esperan con respeto el canto de la saeta, prolongando ese instante mágico hasta que la última nota se apaga. Este respeto no es solo hacia el saetero, sino también hacia el público, que acude a las calles precisamente para sentir ese estremecimiento que solo una saeta bien cantada puede ofrecer. Nos urge reflexionar sobre este trato hacia nuestros saeteros, hacia esa tradición tan nuestra. En otras partes, la saeta se vive con reverencia, con la paciencia necesaria para que su esencia se transmita sin prisas ni interrupciones. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo aquí?

No se trata solo de un problema de protocolo o de respeto a los artistas, que también, sino de preservar lo que hace única a nuestra Semana Santa. La saeta, en nuestra ciudad, es la voz que une el cielo y la tierra y no podemos permitir que se le arrebate su protagonismo por la aceleración de una procesión que, en su prisa, pierde parte de su alma. No es que nuestra Semana Santa carezca de belleza, por supuesto que sigue siendo un referente de devoción y esplendor, pero debemos ser conscientes de que ciertos momentos, como la saeta, no se pueden tratar como meros detalles, sino como el núcleo de nuestra identidad.

Por eso, ahora que la Semana Mayor la tenemos a la vuelta de la esquina, hago un llamamiento a todos los implicados en la organización de nuestras procesiones: los responsables de las hermandades, los cargadores, los músicos, etcétera, pero especialmente a los saeteros, quienes son los verdaderos portadores de esta tradición. Debemos proteger y dignificar la saeta, no permitir que la prisa o la falta de consideración la despojen de su importancia. San Fernando tiene una rica tradición de saeteros y debemos estar orgullosos de ellos, no solo por su habilidad, sino por lo que representan: una forma de vivir la Semana Santa con profundidad y respeto.

Así que, desde aquí, extiendo mí llamado a todos: sigamos fomentando lo que nos hace únicos. Nuestra Semana Santa, con su arte, su fe y sus tradiciones es la mejor. No permitamos que una pequeña falta de respeto empañe todo lo que hemos logrado. Enhorabuena y gracias a todos los que hacen posible esta celebración, desde las hermandades hasta los hoteleros que la engrandecen, pero sobre todo, a los saeteros, quienes con su arte nos enseñan la verdadera esencia de lo que significa vivir la Semana Santa de San Fernando.

 

 

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