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Miércoles 21/05/2025
 

Desde el campanario

Gente buena

Quemó sus pestañas remendando calcetines, haciendo punto y zurciendo ropa para Cáritas

Publicado: 18/05/2025 ·
15:22
· Actualizado: 18/05/2025 · 15:22
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Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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Conocí a mamá Teresa de casualidad. Fue un día de primavera hace muchos años. Por aquel entonces representaba a una conocida empresa de pequeños electrodomésticos y el azar me llevó a la iglesia de un bonito pueblo marinero de la costa andaluza. En el hotel donde me alojé forjé cierta amistad con uno de los recepcionistas por nuestra común afición a la pesca. Una noche, al regreso de mi jornada de trabajo, me informó de que el párroco Alberto tenía intención de adquirir varios ventiladores para la iglesia de San Bartolomé de cara al verano ya próximo. Se lo agradecí y al día siguiente fui a la parroquia a visitar al cura. Echamos un vistazo al catálogo y llamó a mamá Teresa para pedirle opinión. Mientras rellenábamos el pedido, el padre tuvo que irse de visitas al hospital y yo me quedé solo con ella. Mamá Teresa resultó ser paisana de mi madre. De una población minera próxima a la serranía de Huelva. Se conocían desde mozas y ese lazo común hizo que nuestra relación se avivase inmediatamente. Desde entonces no dejé de visitarla cada vez que iba por aquella ruta.  Era cándida como una amapola y carecía de maldad. Su única razón de vivir era hacer el bien al prójimo. No he conocido en mi vida persona más afanosa. A pesar de su edad era hiperactiva. Despertaba antes que el gallo y no paraba hasta bien entrada la noche. En el pueblo era conocida también como mamá Paella porque todos los domingos preparaba ese rico plato para los indigentes de la vecindad, que esperaban ansiosos el día de comer caliente. Me descubrió que aprovechaba las bodas para pedir a los invitados el arroz y que los ingredientes se los regalaba un pescadero parroquiano que la adoraba.

Lo de mamá no era un alusivo materno. La llamaban así porque no hay en el mundo un calificativo más hermoso para definir a una mujer. Para ella todos allí eran como hijos.

Cada mañana, después de preparar el desayuno, disponía la iglesia para la jornada. Reponía las velas, limpiaba el suelo, pulía la plata y dejaba la sacristía en perfecto estado de policía. Luego asistía en sus domicilios a personas impedidas, enseñaba a leer a los analfabetos, visitaba a los enfermos mentales, ayudaba en un asilo de ancianos y hacía los recados para un centro de transeúntes. Ella decía que su familia era la gente solitaria.

Quemó sus pestañas remendando calcetines, haciendo punto y zurciendo ropa para Cáritas. Escribía los sermones del padre Alberto y las flores de las celebraciones las conservaba en agua para llevarlas a las tumbas olvidadas. Ese fue su sueño y así lo vivió.

Cuando fui a visitarla el verano siguiente, me dijeron que había muerto unos meses atrás, en la madrugada del Jueves Santo. Se fue sin molestar; con una sonrisa en los labios y la mirada al cielo.

Me dirigí al cementerio y allí vi al padre Alberto rezando frente a su tumba. Quise reconfortarlo argumentando cuanto la estarían echando de menos aquellos por los que tanto hizo, pero su expresión me dejó helado. Con la mirada rota, el alma segada y el corazón descuartizado me abrazó sin brío. Sus brazos en mis hombros pesaban como el plomo. Acercó sus labios a mi oído y derramó un gemido apenas perceptible. Solo acudieron seis personas a su entierro Paco.

Seguramente la sensación de capitulación que siente un boxeador al ser derribado sobre la lona, sea lo más parecido al sentimiento que amputó mi ánimo en aquel momento. Yo sabía perfectamente todo lo que mamá Teresa había hecho por sus semejantes.

Acompañé al padre Alberto a la iglesia y me despedí de él sabiendo que ya no volvería a verlo. En aquellos meses había envejecido cincuenta años y su fin se adivinaba próximo. Tampoco yo tenía ya motivos en el futuro para pisar aquel pueblo de desagradecidos donde la muerte de mamá Teresa quedó en un rumor vano, semejante al de la fútil crónica de lo inestimado.

Sirva esta historia real de una mujer buena, para que la sociedad valore la labor de todos esos voluntarios que sacrifican el tiempo que roban a su ocio y a sus familias, ayudando anónimamente a los necesitados, sin más objetivo que entregar su caridad a cambio de nada.

¿Qué tal una avenida aludiéndolos?

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