Mis primeros recuerdos feriales datan del año 1960 o 1961 cuando aún Miguel Primo de Rivera y Urquijo no había accedido a la Alcaldía de Jerez y, con visión de futuro, le cambió el nombre a la llamada Feria de Primavera para ponerle el actual apellido del Caballo. Todavía eso de las comidas de amigos, familiares, empresas, solteros y casados, casadas y solteras, colegiales y jubilados, no existía. Todo lo más una copa de Jerez, de ese que la publicidad decía que sea oloroso o fino no lo supera ningún vino, y unos pimientos fritos y si el bolsillo daba, porque las fechas coincidían con el fin de abril o primeros de mayo, una tortilla para cinco, para los abuelos, mamá y papá y el niño que estaba harto de andar, ya que, por aquellas calendas, en casa no había ni un mal carro cojinete. A la feria se iba a golpe de calcetín, es decir andando desde que se salía de la casa hasta que se volvía, o bien como se comentaba jocosamente en el coche de San Fernando, es decir, un ratito a pie y otro andando.
Tampoco se iba al real del Parque González Hontoria todos los días. Aquello del alumbrado no tenía el ambiente multitudinario de hoy en día. Las luces se encendían el martes y el miércoles había que trabajar y los nenes teníamos que ir al colegio porque si no sor Rosarito, sor Carmen o sor Lobatón, te ponían mala cara y no era plan de enfandarlas porque; dicho sea, eran muy buenas personas, unas monjas de aquellos tiempos serias, pero cercanas, y sobre todo porque eran conscientes que el paso de los niños por las aulas era efímero. A los 7 años, de corrido, Primera Comunión, Confirmación y fuera, que eso de que los niños y las niñas estuviesen juntos y revueltos no estaba bien visto.Las niñas seguían en las Salesianas de Pedro Alonso, que ahí comencé a escribir y a leer, y los chavales nos teníamos que cambiar a otro centro escolar solo para varones. La vida de aquellos inicios de los 60 era así o así.
Por eso, reitero, algunos afortunados iban de la mano de sus padres un par de días o tres a lo sumo a montarse en los cacharritos y a comer algo, aunque en muchos casos las lechugas y las tortillas venían desde casa y se consumían donde ahora los niños y las niñas, los jóvenes y las jóvenes, se toman los lingotazos de whisky, que por esas anualidades no sabíamos ni que existía, de ginebra o de brandy, antes llamado coñac, aunque suene a francés y recuerde al asedio de Napoleón. Personalmente tenía que esperar al domingo para coger por Arcos, Honda, Cristina, Mamelón y el callejón de los muertos, la calle Santo Domingo, así llamada porque daba a donde había existido el cementerio en el actual Parque Scout de la barriada de La Constancia, que entonces era el final de la ciudad. Iba uno contento, se encontraba con los abuelos, se montaba en los caballitos de la reina, en algún cochecito que tenía claxon y todo, se tomaba un Mirinda, que era la bebida de moda y que ya solo recordamos los que casi viajamos en la Santa María para descubrir el nuevo mundo.
Pero su gran ilusión no era sentarse en una caseta de las pocas que no eran privadas a tomarse un refresco y meterse un pimiento en medio de la boca, sino que su mente estaba puesta en montarse en el Caballo Pepito, donde el fotógrafo te montaba en el equino de cartón, te colocaba un sombrero de ala ancha en la cabeza y te inmortalizaba. Ese momento, y la espada que me compraban mis padres un minuto después para decir hola y adiós al primero y último día feriado, eran los más ansiados y los que mayor satisfacción me ofrecían. No sabía por aquel entonces por qué escondidas razones, aunque con ir rompiendo almanaques y pensándolo con frialdad era fundamentalmente para demostrar a compañeros, también compañeras aún, y vecinos y vecinos, que uno, como cualquier otro jerezano, había ido a la feria, e incluso durante el camino de ida había escuchado el jaleo que se estaba formando en la plaza de toros porque el Ciclón de Jerez, Juan Antonio Romero, que aún no había cambiado el oro de su traje de luces por el de plata, ni la muleta por la capa y las banderillas, había formado un lío y había salido a hombros en compañía de Diego Puerta y Paco Camino. Y hasta tuvo la suerte, aquel niño, de toparse, no sabe cómo, de un cartel de la Feria de Primavera que habían pintado dos de esos artistas que Jerez da cada día como eran Muñoz Cebrián y Fernández Lira que, posteriormente por cierto, fue profesor mío de dibujo y al que di bastante disgustos porque eso del dibujo y la pintura nunca ha sido lo mío. Si acaso lo de juntar letras. Incluso esa cartel del 61 llegó a aparecer un año después en una de esas inolvidables películas de nuestro cine español. Con Fernández Lira, por cierto, ya lejos de las clases, de los exámenes y hasta de los regletazos, mantuve un gran amistad hasta su adiós.
El lunes seguía siendo de resaca y el martes iba al colegio blandiendo la espada y enseñando la foto del Caballo Pepito, el mejor amigo que jamás tuve en esa ciudad que se forma por una semana, porque la feria la había vivido, aunque solo fuese un día, el último, y en las horas vespertinas, que acudir a ver el paseo de caballos debió esperar algunos años más para embriagarme de tanta belleza como ofrecen los cabriolés, las calesas, los faetones, los landó, nombre que en los 70 dio nombre a una discoteca en calle Tornería que tantas historias guardó para siempre en sus muros, o los carruajes. Eso y entrar en casetas privadas como Lagartos, Karkomedos, Pum Pum, Militares, Rumasa, Domecq, Oficiales y Suboficiales de Aviación, Disco Rojo y muchas más, escuchar esos pregones que se inventó el karkomedo de oro Miguel Ruiz, entrevistar a gente sobre el albero, cubrir la información de la Feria del Ganado, participar en el programa que Radio Jerez hacía desde la choza de la Caja Rural, que se encontraba cerca de La Rosaleda de quien fue mi amigo y vecino Domingo Robles, vivir los previos del alumbrado en el pub que Pablo y Rafa Porro y Juan Luis Barrios montaron en Jerez 74, con alguna anécdota importante que me guardo, el Teatro Chino de Manolita Chen, donde una vez vino cantando el inolvidable Manolo Escobar, el circo con Barbara Rey y Angel, no sé si Cristo o Demonio, y mucho y mucho más que uno ha ido conociendo, aunque mi mejor encuentro fue con el Caballo Pepito