Nada más atribuido al sexo femenino que la histeria. Ahora, que los hombres se podían poner al día para curarla, como lo hacían en el siglo XIX, dónde unos especialistas producían orgasmos a las señoras para curarles el histerismo.
Acudían a la consulta acompañadas de sus maridos, faltaría más. Claro que como no entraban, no aprendían mucho. En cambio, estos señores especialistas, siempre pensando en la comodidad manual, inventaron los vibradores. A pesar del motivo, no dejan de merecer un monumento. ¡Qué injustamente se distribuyen los galardones!
Las mujeres aprendemos por las malas que si gritamos nadie nos hace caso, pero es que si no lo hacemos, no se nos escucha. A estos gestos femeninos, los hombres le llaman histeria. No son más que injustos motivos para ningunear a las mujeres.
También es histerismo el sufrimiento de una mujer abandonada o coronada de fieltro de cuernos. Motivo de ingreso en psiquiátricos para toda la vida, como le ocurrió a la genial Camille Claudel, la escultora. A treinta años la condenó su hermano por haberse deprimido cuando la dejó Rodin. O por dedicarse a esculpir, oficio tan poco femenino, y así expresar sus sentimientos en sus obras. No hubo indulto para ella, aunque superó pronto su enfermedad. Nos perdimos tantas obras geniales, como las que dejó, aunque sean desconocidas.
Desconocidas como las de su homóloga, Marga Gil Röeset. Educada en un catolicismo recalcitrante, esta joven genio española, se suicida por amor a un madurito Juan Ramón Jiménez, que se dejaba querer. Él en cambio, a la bella muchacha, la consideraba hombruna, por los músculos que había desarrollado al manejar la piedra. Y mala escultora, porque él entendía de arte lo que yo de astrofísica.
Marga interpretaba que amar a un hombre casado era pecado y que por supuesto tampoco podía robárselo a su mujer, como le pedía el cuerpo. Consideró, a sus veinticuatro años, que su primer amor sólo tenía una salida honrosa: el suicidio. Antes destruyó las obras, que tanto desagradaban a su amor, para perjuicio nuestro, que no hemos podido disfrutarlas. Las que quedaron han sido ignoradas porque su vida se quedó en pura anécdota de la historia de Juan Ramón.
Como apunte de su genialidad queda que quien dibujó al "Principito", por primera vez, fue ella. Saint Exupéry pasó de contarlo, como era una histérica sabía que nadie miraría sus dibujos en el futuro y que se la comería el olvido, como a tantas otras.
No es buen plato para digerir ser nominada al histerismo, pero lo prefiero a tragarme la lengua.